El 15 de mayo de 2012, Celia Chávez de García Terrés nos invitó a mi familia y a mí a comer con Carlos Fuentes y Silvia Lemus. A las 2 y pico de la tarde, Silvia llamó a Celia para avisarle que estaba yéndose en taxi al hospital, porque Carlos se sentía mal. Ese mismo día murió Carlos Fuentes del corazón. La noticia nos cimbró a todos.
Hoy, domingo 15 de mayo de 2022, Carlos Fuentes cumple 10 años de muerto y sigo extrañándolo como en el instante en que recibimos esta pésima noticia. Entretanto, su hija Cecilia publicó Mujer en papel, sobre la vida de su madre, Rita Macedo, con el gran escritor, libro que lleva ya varias ediciones.
Recordar a Carlos en este domingo 15 de mayo es admirarlo y quererlo, porque los años 50, 60 y 70 fueron años de Carlos Fuentes, como los 30 los de José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Gabriel Figueroa, Mariano Azuela y Carlos Pellicer. Si los Tres Grandes pintaban, Carlos Fuentes nos reveló a la ciudad que llevaba el horrible nombre de Distrito Federal –hoy Ciudad de México– e inventó una nueva forma de narrar que causó sensación porque el gran novelista iniciaba con su La región más transparente una doble revolución, la de descubrir y nombrar, lanzarse y domesticar.
El fenómeno Carlos Fuentes se inició en 1958 con La región más transparente, aunque antes, en 1954, apareciera un anticipo, de esta gran novela, Los días enmascarados. La frase de Fernando Benítez en defensa de La región más transparente resultó profética: “Cualquiera que sea el destino del libro mexicano ya no lo espera el miserable y caduco ninguneo”.
El joven Fuentes, sofisticado, cosmopolita y deslumbrante, demostró con su talento y su férrea disciplina que era el dueño de sí mismo y de la obra emprendida, y que su vocación lo hacía feliz. Antes que él, los novelistas no hablaban de la felicidad ni del gusto por la vida que Carlos Fuentes empezó a distribuir entre todos nosotros. Así como Pita Amor llegaba al Sans Souci o al Ciro’s desnuda bajo su abrigo de mink y anunciaba: “¡Yo soy la reina de la noche!”, Fuentes repitió en sus presentaciones públicas: “Hay formas del prestigio que lo abarcan todo”. A Carlos Fuentes no le cabía en los ojos todo lo que quería ver, pero adentro tenía otros ojos. Una de las claves de su éxito fueron sus dos ojos y tener dos de todo es una proeza. Tras de Fuentes siempre hubo otro Fuentes de repuesto. Y otro México mejor, y otro libro en proceso y un destino muy distinto al de los escritores ‘finos y sutiles’ que catalogó Antonio Castro Leal en una antología que nos aburría de luz por la tarde como el pavorreal de Agustín Lara. Fuentes abrió en grande las puertas de la literatura mexicana, todo podía decirse y escribirse. Salió del canon.
Su La región más transparente rompió barreras. Fernando Benítez gritó al genio. Todos leímos y festejamos La región más transparente. Todos o casi todos. Así Carlos Fuentes va consignando a los arribistas que abusan de su poder y hacen gala de su cinismo y su riqueza. Lo leí con admiración.
A Carlos Fuentes no le cabía en los ojos todo lo que quería ver. Adentro tenía otros ojos. He aquí una de las claves de su triunfo. Tras de él siempre hubo otro Fuentes de repuesto. Y otro México. Y otro libro de pastas duras que venía abriéndose camino. Sólo en 1962 publicó La muerte de Artemio Cruz y Aura, dos obras esenciales de la literatura mexicana. Por esa energía, ese tragarse al mundo, Carlos tuvo el suficiente arrojo, la suficiente pasión para crear una gran obra que festejaron sus amigos y denostaron sus enemigos.
El primer Carlos Fuentes escribía después de desayunar lo que el segundo Carlos Fuentes había cosechado la noche anterior. Vivía la vida a puras fichas mentales. El primer Fuentes vivía para que el segundo escribiera. Preguntaba para que el segundo sacara conclusiones que escribía en máquina con un solo dedo: el dedo integral. En un país de mudos, la presencia de Fuentes resultó insólita y a veces intolerable.
Recuerdo que en las fiestas en las embajadas, Carlos Fuentes se sentaba junto a las madres que chaperoneaban a sus hijas y las entrevistaba sobre su vida y la de su vestido. Preguntaba si su bolsa de noche era de Hermés o de Cartier, y terminaba por apostarles 10 contra uno a que llevaban puesto un vestido de Armando Valdez Peza y que el perfume que llevaban era Chanel número 5, que Marylin Monroe usó de camisón. Las señoras, primero extrañadas, se encantaban con él: “¡Ay, este Carlitos tan inteligente!”, y soltaban la sopa.
Así nacieron Pimpinela de Ovando, Gloria Siegrist, María Elena del Río y Elena Lazo que Carlos describió como si fueran orquídeas. Prodigiosamente atento, los poros bien abiertos, sensibilizado hasta la exacerbación, Fuentes fue recogiendo todo lo que veía y oía. Analista y crítico, por eso mismo, a lo largo de los años, Fuentes produjo una obra duradera y grande. No fue ni pulido ni discreto, ni fino y sutil, cualidades básicas del mexican writer of the fifties. Fue excesivo y desorbitado, implacable y escandaloso, violento y extraordinariamente hábil, obseso y torrencial; entre sus obsesiones siempre espectaculares pudieron contarse el nacionalismo y la arqueología. Así como el cuidado de sí mismo lo hizo chiquear su persona y descubrirse enfermedades (llevaba una botella de leche de magnesia en la bolsa de su saco) Carlos siempre se preocupó por la salud de los demás. “No masticas bien tu comida, Pony”, me decía. Él sí la masticaba mucho y si encontraba un pequeño nervio en su carne, lo hacía bolita y lo depositaba en la orilla de su plato; alguna vez conté 10 bolitas; el steak au poivre no debió estar a la altura.
Fuentes quería apropiarse a México (pero sin que le hiciera daño). Sonreía en sus fiestas populares en Tonantzintla, se sentó en la cantina junto a los hijos de Sánchez, tragó ferias populares que incluían a la región más transparente, al Tívoli, al Waikikí, Las Veladoras, El Overol, El Burro, Las Catacumbas, El Golpe con su ring de box, y nos regaló sus correrías nocturnas al lado de Creel, su amigo del alma quien festejó su primera novela, Holofernes, la cual quedó inconclusa. Recordarlo es sonreirlo y quererlo, abrir un libro suyo y leerlo con gusto y cariño.