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Vivir con ELA
C

ada vez que alguien cercano me pide que le describa lo que siento al vivir con ELA (esclerosis lateral amiotrófica), la primera imagen que surge en mi cabeza me proyecta como un hombre que camina sobre una cuerda floja que se extiende por encima de un profundo abismo; cada paso que doy se traduce en un diminuto avance hacia una hipotética orilla salvadora que aún no alcanzo a vislumbrar, pero también, cada paso sobre esa cuerda puede ser el último antes de caer sin remedio para nunca más volver. Es como si una pequeña chispa de origen desconocido hubiese provocado un incendio en un punto de mi cuerpo para luego extenderse poco a poco hasta abarcarlo casi por completo, arrasando con ello su movilidad de forma silenciosa y dispareja. El lado más inquietante de todo este proceso es que, ante la ausencia de dolor, la mente y la razón conservan toda su lucidez, lo que convierte al enfermo en testigo privilegiado y cronista de su propio deterioro y casi segura muerte. El casi está respaldado por un pequeño porcentaje de casos que por diversos caminos lograron contradecir los dogmas de la neurología y han sobrevivido a la enfermedad (el más conocido es Stephen Hawking por haber vivido 55 años tras haber sido diagnosticado con ELA a la edad de 21).

Considerada por la neurología como una enfermedad terminal crónico degenerativa, sin cura ni tratamiento, la ELA representa actualmente una de las grandes incógnitas en el universo de las enfermedades que afectan a nuestra especie. El criterio de la neurología plantea de dos a cinco años de vida después del diagnóstico. Catalogada también como una enfermedad rara, los cálculos más difundidos por la ciencia médica establecen que por cada millón de habitantes existen 50 casos de ELA, lo que a escala global nos da un aproximado de 400 mil casos. Se trata de una estimación difícil de corroborar, principalmente por las deficiencias estructurales que afectan a los sistemas públicos de salud en múltiples países, lo que se traduce en falta de seguimiento efectivo a pacientes con padecimientos raros y cuantitativamente marginales. En el caso de México, las instituciones de salud estiman que somos unos 6 mil 500 mexicanos afectados por la ELA, es decir, 005 por ciento de la población del país. Sin embargo, quien busque los fundamentos empíricos de dicha cifra no los encontrará disponibles, lo que hace sospechar su inexistencia debido a que los pacientes, al ser diagnosticados, son desahuciados y enviados a casa con una condena de muerte a cuestas y un temible pronóstico de empobrecimiento para sus familias, las cuales deberán cargar con el cuidado de un ser humano que en la mayoría de los casos terminará, tarde o temprano, con su cuerpo convertido en prisión.

Para quienes padecemos ELA en México, lo que surge frente a nuestros ojos es un verdadero páramo donde la asistencia del sistema de salud es inexistente, la investigación científica casi nula y el apoyo oficial a familias cuidadoras una bonita intención. Los enfermos de ELA tampoco somos negocio para la big pharma, y los escasos proyectos de investigación científica dirigidos a dar con las causas y la posible cura de esta rara enfermedad se focalizan en un puñado de universidades e institutos públicos y privados de algunos países, aunque dependen en buena medida de la filantropía empresarial ante el desinterés o la incapacidad de muchos gobiernos para impulsar a sus sistemas públicos de investigación científica en dicha tarea. Son las paradojas y miserias del tiempo histórico que me ha tocado vivir: mientras la humanidad compite entre sí para ver quién de sus integrantes logra desarrollar el misil hipersónico más letal a cuenta de billones de dólares, euros, rublos o lo que sea invertidos en investigación científica al servicio de la muerte y del capital, sus miembros siguen expuestos a la enfermedad, al hambre y a la guerra. Desde hace décadas nuestra especie habría podido erradicar en gran medida estos flagelos ancestrales si la ciencia y la política estuviesen al servicio de la vida, tal como propuso Gandhi a comienzos del siglo XX; sin embargo, la historia ha sido otra.

Mi nueva condición me permite experimentar en carne propia las enormes dificultades que cotidianamente enfrentamos los enfermos de ELA. A la falta de políticas públicas que puedan hacer efectivo el acceso a derechos ya establecidos en nuestras leyes, como la inclusión laboral de los discapacitados, debemos agregar la necesidad de conquistar otros derechos que le han sido negados a los enfermos crónico-terminales y a sus familias. Me refiero principalmente al apoyo del sistema de salud a los cuidadores, al acceso a la medicina experimental disponible, al impulso a la investigación, así como al derecho a la eutanasia para decidir sobre nuestra muerte. Como ateo, no acepto las imposiciones que el pensamiento religioso mantiene en este último tema. Mi apuesta es por la vida, siempre ha sido así, pero también es por la libertad de elegir el momento de salir dignamente de este mundo cuando nuestro cuerpo enfermo lo haga completamente invivible. Por humanismo, hagamos realidad estos derechos.

* Investigador de El Colegio de San Luis