sta marcha es una celebración de los cuatro años de gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Pero también es la recapitulación de innumerables marchas anteriores en las que millones de ciudadanos fatigaron la tierra, el asfalto, el cemento, las piedras y hasta los pisos de mármol del país; de concentraciones multitudinarias o no tanto, en las que decenas de miles de oradores explicaron a la gente los mecanismos perversos del poder priísta en sus dos etapas y del prianismo de las más recientes décadas; de desvelos, donaciones y reuniones de trabajo a deshoras, después del empeño laboral formal, sin más recompensa inmediata que un café preparado por manos solidarias; de discusiones sin término y desacuerdos superados a último momento en el afán de anteponer lo importante a lo intrascendente.
Sí, festejamos la toma de la Presidencia en 2018 y todo lo que desde ella ha podido hacerse por las mayorías depauperadas, que es muchísimo; pero también conmemoramos la persistencia de un espíritu que trasciende nuestros días, que se articula con las resistencias sindicales, campesinas, indígenas, estudiantiles, médicas, ferrocarrileras y magisteriales, con las gestas de género y con las luchas en favor de todos los derechos para todos. Celebramos la persistencia en los muchos caminos que ha emprendido el anhelo de transformación de México con sentido social y nacional, los gestos pequeños, grandes y enormes de apoyo desinteresado, la recuperación de la esperanza después de cada derrota, el alivio que nos procurábamos tras cada fraude electoral, tras cada acción represiva, tras cada baja, tras cada mes y año y sexenio de cuantos nos fueron robados.
Esto no empezó hace cuatro años, sino antes, en 2012, cuando se instauró un gobierno con credibilidad cero y múltiples augurios de violencia oficial contra la población; o en 2006, cuando un pelele sanguinario fue incrustado en Los Pinos con la asistencia de la embajada estadunidense y la complicidad de un mandatario que presumía haber inaugurado la democracia; o en las resistencias contra el robo monumental del Fobaproa y las protestas por la contrainsurgencia salvaje en Chiapas; o en las luchas agrarias y obreras contra el salinismo saqueador y entreguista; o en la desordenada y entusiasta lucha contra el fraude de 1988; o en las movilizaciones del sexenio anterior contra el desastre económico, la insensibilidad y la arrogancia del presidente en turno; o en tiempos de la hipocresía oficial, que en el exterior se solidarizaba con Salvador Allende y la revolución sandinista, mientras en México aplicaba prácticas represivas equiparables a las de Pinochet y Somoza.
Pocos de los que marcharán este domingo recordarán la nacionalización de la industria eléctrica de 1960, y algunos octogenarios tal vez hayan sido testigos de la expropiación petrolera de 1938. No queda nadie vivo de entre quienes vivieron la realización del Constituyente de Querétaro de 1917, de quienes leyeron en su momento el Programa del Partido Liberal Mexicano, de quienes enfrentaron al porfirismo con las armas o con la imprenta; duermen desde hace mucho los que acompañaron al presidente Juárez, de los que pelearon en abrumadora desigualdad contra los invasores gringos y de los que fueron testigos de las luchas de Independencia.
Pero si algo distingue a los humanos de las otras especies con que compartimos el planeta es su capacidad de vivir en los otros, salvando siglos y distancias geográficas, de experimentar como propias las ideas y emociones de personas y poblaciones lejanas en el tiempo y en la distancia, de recoger el pensar de quienes nos antecedieron y de transmitirlo a quienes vendrán después. Somos criaturas de la historia.
Esta Cuarta Transformación ha llevado a la práctica ideas y proyectos que parecían olvidados y preceptos éticos que fueron sepultados durante largo tiempo por el autoritarismo y el pensamiento único neoliberal. Sus ideólogos y propagandistas afirmaban que el nacionalismo era una reliquia, que la justicia social era un freno al desarrollo, que el poder público sólo debe ser ejercido por tecnócratas, que la democracia representativa es la única decente, que la ley de la jungla de la competitividad es el motor de la economía, que el Estado debe ceñirse a su papel de facilitador de negocios particulares, que la pobreza se combate fabricando ricos, que el campo será agroexportador o no será, que la desigualdad es socialmente necesaria, que las fuerzas armadas sólo sirven si sirven a la oligarquía político-económica.
En estos cuatro años esos dogmas han ido cayendo uno tras otro y ya tenemos un país distinto en el que se garantizan los derechos, no las oportunidades, en el que se robustece la libertad, declina el autoritarismo y la nación vuelve a creer en sí misma. Por eso, este domingo 27 de noviembre iremos a las calles a rememorar nuestros pasos anteriores y a ratificar que seguiremos marchando.
¿Quién viene?
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