Opinión
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La realidad
D

esde las pasadas elecciones se escucha la queja de que es que no entienden. Es una fórmula favorita de los obradoristas, que la usan para denostar a los que se quejan del nuevo gobierno, aunque no sólo es eso. Usualmente viene implícita la identidad del acusado –el ellos que no entiende–, aunque va de suyo que se trata de identificar a algún individuo con una posición ideológica contraria. Quienes no entienden serán conservadores, si la acusación viene del partido gobiernista, y gobiernistas, si el reclamo es crítico de alguna política oficial. Unos no entienden el funcionamiento de los mercados de energéticos, por ejemplo, o el valor y la importancia del conocimiento técnico. Otros no entienden que todo ya cambió, que ya no gobiernan, y que el neoliberalismo ha muerto.

Así, la acusación no entienden es síntoma de formas divergentes de caracterizar la realidad. Ante algunas estadísticas, el Presidente puede alegar tener otros datos, aun cuando esos números hayan sido generados por el propio aparato estatal. Y ante las proclamas oficiales de la felicidad del pueblo, surgen también voces que dicen tener otros datos.

Buena parte de la pugna por la definición de la realidad es un reflejo simple de la polarización, de modo que un dato puede ser verdadero si favorece al gobierno y falso si le es contrario, y al revés, un dato favorable al gobierno puede ser falso a los ojos de algunos sujetos, por el simple hecho de que le es favorable. Así, la percepción de la realidad se transforma en síntoma de una posición política: si uno opina que la política de seguridad del gobierno está fincada en un diagnóstico equivocado, los gobiernistas lo tildan a uno de conservador; si uno opina que el diagnóstico es certero, entonces es uno gobiernista.

Todo esto es evidente, pero creo que en la pugna por la definición de la realidad hay también un elemento histórico, que no se reduce exclusivamente a la polarización actual, y quisiera tratar de identificarlo. Importa intentarlo, creo, porque tener acuerdos mínimos acerca de la naturaleza de lo real es necesario para alcanzar una vida democrática. No puede haber una genuina discusión pública cuando cada bando descree de principio la información del otro. Y aunque sea muy cierto que el acceso generalizado a la información es un ideal utópico, que no se consigue nunca, con todo importa luchar por conseguirlo, porque si no hay acuerdos mínimos respecto de lo qué es información y lo que es real, la vida democrática se convierte en un enfrentamiento irreductible entre fieles. Hoy hace falta escribir una historia de la realidad en nuestro país, y las líneas que siguen son un intento de generar hipótesis para esa historia.

En La generación de medio siglo se hablaba de la distancia entre lo que llamaban el país real y el país legal: una brecha entre el imaginario social promovido por el Estado, y la multiplicidad de puntos de vista de los sujetos sociales que habitaban el país. La dicotomía real/legal que refería, además, a un uso mañoso de las normas, porque la ley operaba como punto de partida cínico, que servía para dar pie a negociaciones que pasaban por otra parte. Así, la norma no era una genuina meta, sino un instrumento del poder.

En los años ochenta esta idea formaba ya parte del sentido común, y fue atacada desde en el terreno de la economía desde el neoliberalismo, y en el plano político desde la transición democrática. El neoliberalismo tuvo como mantra la implementación del estado de derecho, y enarbolaba también la transparencia como ideal. Así, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte fue visto como un instrumento para instaurar el estado de derecho.

La obsesión con la corrupción que tiene en común todo el espectro político mexicano es en realidad un síntoma de la profundidad de la influencia neoliberal. En México, hoy, todos parecieran opinar que la corrupción es la raíz de los problemas del país, una idea que, a mí al menos, me parece errada: la corrupción frecuentemente es síntoma antes que causa. Pero la creencia en la corrupción como mal mayor es en realidad un logro del neoliberalismo.

Y la revuelta neoliberal contra el carácter cínicamente ficticio del país legal, generó bien pronto otra revuelta, abanderada por el movimiento zapatista, que se levantó contra de la forma de medir la realidad que ofrecía el instrumental de economistas y politólogos, cuyos indicadores estaban dirigidos en primer lugar a construir un futuro imaginado, y que chocaban frecuentemente con la situación existencial de una parte importante de la población. Por eso la realidad del momento zapatista no se refería ya a todas las realidades subjetivas del país, sino a la situación de los sujetos sociales que quedaban fuertemente desfavorecidos por las reformas vigentes. Lo real se convirtió en todo lo injusto y difícil que quedaba fuera del modelo.

En la actualidad, creo, nos encontramos en otro momento, porque lo que antes fue oposición hoy es gobierno. El neoliberalismo, nos informa el Presidente, murió en marzo, pero todavía no sabemos en qué sistema vivimos. Más allá de lo que diga el Presidente, claro. Hoy por hoy, estamos en el mundo de Humpty Dumpty, que decía: Cuando yo uso una palabra significa exactamente lo que yo quiera que signifique, nada más y nada menos.