Opinión
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Mar de historias

Un diluvio

G

uillermo salió de la planta a las tres de la tarde. Lleva dos horas sentado en la banca del parque tratando de explicarse su situación. Sabe que es inútil, no importa las conclusiones a que llegue, nada cambiará, al menos en el corto plazo. Se creyó a salvo de las dificultades por las que estaban atravesando varios de sus amigos –desde crisis familiar hasta desempleo, pasando por momentos de extrema violencia– y resulta que, en menos de una semana, las está padeciendo.

Jamás imaginó que a estas alturas de su vida Susana fuera a pedirle el divorcio, que su hijo Juan Carlos estuviese a punto de irse a vivir con los padres de Renata, una adolescente ya próxima a la maternidad. Menos aún supuso que, luego de veinte años de trabajar en la armadora, de buenas a primeras iban a decirle que estaba despedido.

Como siempre en esos casos, le dio la noticia Sergio Montero, jefe de recursos humanos. Para suavizar el golpe le aseguró que iba a encargarse de tramitarle su liquidación lo antes posible y en las mejores condiciones. Como muestra adicional de simpatía, lo tomó del brazo y mientras lo encaminaba hacia la puerta le dijo: Procura ver el lado bueno de la situación. Piensa que al menos ya no tendrás que levantarte a las cinco de la mañana para llegar a tiempo al trabajo.

II

Minutos después de haberse despedido de Montero, Guillermo seguía atontado por la mala noticia y sin entender por qué la sugerencia de Montero le causaba un malestar creciente. La puerta del elevador se abrió. Estaba desierto. No tendría que explicar a ninguno de sus compañeros que el jefe de recursos humanos lo había citado para darle la peor noticia de su vida –No habrá renovación de contrato– y luego aconsejarle que le encontrara el lado bueno a la situación. De pronto esas palabras perdieron su aspecto bondadoso y mostraron el de una cruel burla. Imposible pasarla por alto.

A punto de llegar a la planta baja, Guillermo oprimió el botón para subir de nuevo al tercer piso. Cuando el elevador se detuvo caminó rápido hacia la oficina de Montero y abrió la puerta decidido a reclamarle su actitud. Antes de que pudiera pronunciar una palabra Montero le ordenó salir –¿no veía que estaba ocupado?– y agregó: La próxima vez que se te ocurra visitarme, llama a la puerta antes de entrar.

III

De pronto repara en la anciana que, en la avenida, camina entre las filas de coches ofreciendo cigarros a granel y dulces. Mientras la ve alejarse lo asalta el recuerdo de su encuentro con Montero y se recrudece el profundo disgusto que siente de sí mismo. ¿Cómo era posible que, en vez de reclamar a Montero la burla se hubiera concretado a retroceder y a murmurar una disculpa. ¿Lo hizo? Prefería sobre todas las cosas no haberlo hecho. La única persona capaz de aclarárselo era Sergio. Imposible regresar a su oficina y preguntarle: ¿Me disculpé contigo por haber entrado a tu oficina sin permiso?

Si la respuesta era afirmativa, la humillación acabaría aplastándolo por completo. En caso de que fuera negativa era indispensable justificarse: Entré así porque estaba alterado. Quería que me explicaras qué quisiste decir con eso de que le encontrara el lado bueno al hecho de verme despedido. Tal vez sin proponértelo, me ofendiste. Tú mejor que nadie sabes lo que significa el desempleo para cualquiera. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, hay confianza, por eso te digo que esta desgracia me llega en los peores momentos: mi mujer quiere el divorcio.

Guillermo se estremece horrorizado sólo de imaginarse viviendo esa situación ante el hijo de puta de Montero. Se cree muy poderoso, pero su palabra no tiene por qué ser la única. Allí está el gerente, el licenciado Larios. Siempre que coinciden en alguna nave de la armadora le palmea el hombro y le dice: Muy bien, don Guillermo, muy bien. Esas palabras tan estimulantes lo han hecho redoblar esfuerzos. Es la hora de que sus logros sean recompensados por quien mejor los conoce.

La gerencia es pequeña y soleada. En la antesala, sobre el escritorio de la recepcionista, hay una orquídea artificial: Regalo de un galán. Sin apartar los ojos de la computadora, Graciela le explica que el gerente no está en México. Volverá en una semana, pero no puede agendarle una cita sin autorización de su jefe. ¿Cuándo regresará?, insiste Guillermo tratando de parecer calmado. El lunes, creo; pero no sé si venga ni a qué hora. Guillermo dice que puede presentarse ese día, no importa cuánto tiempo deba esperar para ver al licenciado. La recepcionista sonríe, divertida por la forma en que Guillermo la mira cuando se despide: Bueno, pues muchas gracias por tu apoyo. Vengo el lunes. Su sonrisa se borra cuando escucha: Pero no de la semana que viene, sino de la otra.

Guillermo siente deseos de gritar, de romperlo todo, de hacer pedazos la orquídea. Abandona la oficina y baja la escalera sin responder a los saludos de quienes hasta hace muy poco tiempo eran sus subalternos, a quienes les pedía seguir su ejemplo y llevar muy bien puesta la camiseta de la empresa. Sin darse cuenta de que llora, sale a la calle.

IV

Llevaba años de no caminar sin rumbo, de no sentarse en un parque, y menos a las tres de la tarde. De ahora en adelante podrá hacerlo, cuantas veces quiera, mientras encuentra otro empleo. Piensa que tiene que darle la noticia a Susana, pero ¿en qué términos? Nunca antes se vieron en semejante situación. Cuando se casaron él ya era uno de los empleado de la planta y estudiaba por las noches.

De entones a la fecha han ido en ascenso; cierto que despacio, muy despacio, y ahora que él se creía a punto de cumplir su sueño –jefe de talleres– cae al abismo donde lo esperan el desempleo y el divorcio. No imagina la vida sin Susana. La necesita más que nunca por él, por Juan Carlos y por el nieto que nacerá en diciembre.

Guillermo saca su celular de la bolsa y marca el número de su casa. Su mujer lo saluda con amabilidad y él corresponde con una galantería: No sabes cuánto gusto me da oírte. Quiero que todo esto termine. Me urge que hablemos. A mí también, cariño: mi primo Jorge aceptó tramitar nuestro divorcio. Chao.