as cifras sobre pobreza y pobreza extrema presentadas a este diario por Araceli Damián González, titular del Consejo de Evaluación del Desarrollo Social de la Ciudad de México (Evalúa), plantean una obligada reflexión en torno a dos cuestiones.
En primer lugar, la afirmación de que la metodología empleada por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) llevó a subestimar de manera sistemática las carencias, pone en entredicho el papel desempeñado desde su creación, en 2005, por este organismo autónomo, cuyo cometido es generar información objetiva sobre la situación de la política social y la medición de la pobreza en México, que permita mejorar la toma de decisiones en la materia
. Como ya se indicó en este espacio a propósito del maquillaje de cifras en materia delictiva llevado a cabo por la administración capitalina pasada, resulta evidente que con datos erróneos es imposible diseñar e implementar políticas públicas efectivas.
En segundo lugar, si se dan por ciertos los cálculos de Evalúa (y una mirada a las condiciones de vida de la mayoría de los hogares mexicanos sugiere que lo son), deberá aceptarse la amarga realidad de que el país se encuentra, desde hace mucho, inmerso en una auténtica emergencia humanitaria, pues no puede calificarse otra manera el hecho de que siete de cada 10 personas no vean cumplidos sus derechos a la vivienda, salud, transporte, educación, cultura o esparcimiento, y que tres de cada 10 no cuenten siquiera con acceso a una alimentación suficiente.
Esto último, grave de por sí, arroja luz sobre no pocos de los males que han aquejado a la nación en las décadas recientes. En efecto, resultaría desatinado desvincular la precaria situación de 92 millones de mexicanos (así como la condición francamente desesperada en que se encuentran 44 millones de pobres extremos) del crecimiento exponencial de la delincuencia en general y de la facilidad de reclutamiento del crimen organizado en particular, así como del alarmante incremento en todas las formas de violencia y del carácter francamente sádico que éstas han cobrado.
Sin caer en maniqueísmos, ni mucho menos en lógicas reaccionarias que estigmatizan a los pobres como delincuentes, es necesario reconocer, por una parte, que la penuria y la absoluta carencia de oportunidades colocan a las personas en el dilema de transgredir códi-gos ético-legales con el fin de garantizar su subsistencia, un dilema que no se les plantearía en un contexto de plenas garantías a susderechos y dignidad -referentes no sólo al sustento básico, sino a todo lo necesario para llevar una vida plena: vivienda, salud, transporte, educación, cultura y esparcimiento. En tanto, está claro que los jóvenes privados del acceso a la educación por motivos económicos son despojados de una herramienta fundamental no sólo para integrarse al mundo laboral, lo que es obvio y por todos conocido, sino también para aprender a gestionar de manera pacífica sus emociones y los desafíos de su cotidianeidad, lo cual redunda en actuaciones violentas contra su entorno cercano.
Semejante escenario debe considerarse en todo punto inaceptable y mover, tanto al sector público como a la iniciativa privada, a un replanteamiento profundo de las políticas económicas que durante los pasados 40 años han llevado a la negación de derechos a casi tres cuartas partes de la población y, en consecuencia, a una degradación inédita del tejido social y la seguridad pública.