asados pocos días de siete meses de haber asumido la presidencia de Brasil, el ultraderechista Jair Bolsonaro ya no sorprende por los disparates que lanza al aire un día sí y el otro también.
Semejante capacidad de inventar alucinaciones retrógradas y mentiras absurdas causa impacto e indignación, pero es como si el país poco a poco se acostumbró con sus modales inaceptables. Ya no sorprenden a nadie.
El problema es que mientras mentiras y agresividades se suceden, el retroceso generalizado avanza a un ritmo avasallador.
Se trata de una estrategia bien trazada, que tiene por objetivo mantener cautiva a la parcela radical del electorado –unos 20 por ciento– que defiende las posiciones racistas, homofóbicas, misóginas, ultramontanas y medievales de Bolsonaro, admirador ardoroso de torturadores, a quien trata por ‘héroes nacionales’, y de la dictadura que ensombreció Brasil entre 1964 y 1985.
Los demás votantes que lo eligieron actuaron esencialmente contra el PT de Lula, manipulados por los medios hegemónicos de comunicación.
Y mientras el respetable público se distrae, Bolsonaro y sus secuaces promueven el más drástico retroceso de las últimas muchísimas décadas en mi país. Bajo muchos aspectos, retrocesos más terribles que los impuestos por esa misma dictadura que él defiende con firme determinación.
De todo lo que Bolsonaro y compañía destruyen, una parte –pequeña parte– quizá sea recuperable. A largo, largo plazo, pero recuperable.
Pero hay puntos de esa destrucción que muy difícilmente lo serán, como las privatizaciones por doquier, insistentemente anunciadas.
Otras, como el destrozo de las universidades públicas, tomarán añares hasta volver a ser lo que eran. Formar nuevas generaciones de investigadores exigirá décadas.
Ya las artes y cultura tendrán, como quedó demostrado en ocasiones anteriores de persecución en Brasil, mayor capacidad de recuperarse.
Curiosa ironía: Bolsonaro y su pandilla odian con devoción todo lo que suene a artes y cultura.
Hay un punto específico, sin embargo, que clama por alarmas urgentes: el medio ambiente.
En julio de este año amargo, comparado con lo que pasó en el mismo mes de 2018, la deforestación en la amazonia experimentó un aumento de casi 300 por ciento.
Vale reiterar: casi tres veces más de lo que hace un año. Los datos reconocidos por científicos de todo el mundo son, por supuesto, desmentidos por el gobierno.
Hoy, a cada minuto un espacio forestal que corresponde a tres canchas de futbol es devastado en la amazonia brasileña.
Los territorios indígenas demarcados acorde a la Constitución son más y más invadidos.
Mineros clandestinos –e ilegales– amenazan a las poblaciones de esas áreas. Bolsonaro es un ardoroso defensor de esa clase de explotación de minerales. Dice que es importante para la economía. Que contaminen ríos y arroyos es un detalle sin importancia.
La prensa del mundo denuncia los riesgos, pero Bolsonaro está seguro que tanto The Guardian como The New York Times y Le Monde y todo el resto no son más que parte de la conjura comunista cuyo objetivo es apoderarse de las riquezas de la región amazónica.
Confrontado por periodistas brasileños, Bolsonaro se salió en su más puro estilo: Si haces caca a cada dos días y no a cada día, estarás contribuyendo para no aumentar la polución ambiental
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Esa es la aberración que preside a mi pobre país.
No es que se trate de una amenaza creciente a los pueblos originarios de Brasil: se trata de una amenaza al mundo.
Sí, sí: avanzar en la destrucción del medio ambiente en la región amazónica brasileña es amenazar a cada ser humano que vive en este planeta alucinado.
Es verdad que gobiernos anteriores, de izquierda inclusive, mantuvieron políticas equivocadas para la región amazónica.
Dilma Rousseff, por ejemplo, autorizó la instalación de la usina hidroeléctrica de Belo Monte en el estado de Pará, con gravísimas consecuencias ambientales.
Nunca, sin embargo, se vivió algo similar a lo que se vive ahora.
Hay, desde luego, un sinfín de escándalos otros sacudiendo a Brasil. Quedó más que claro, por ejemplo, que los juicios que llevaron al ex presidente Lula a la cárcel y, como consecuencia, no poder disputar la presidencia lograda por el descerebrado Bolsonaro, fueron pura manipulación.
Están los escándalos involucrando a la familia presidencial con desviación de dinero público, están las mentiras disparadas día a día sin ninguna vergüenza, el ultraje a las víctimas de tortura en el régimen militar, está todo el absurdo de ese presente que avanza alucinado rumbo al peor de lo pasado.
Está un ministro de Medio Ambiente que miente como respira, está la liberación desmedida de agrotóxicos prohibidos en los países que importan cereales brasileños, está una máquina pesada destinada a destrozar el futuro.
Está todo ese horror.
Nada, sin embargo, y que se reitere, es comparable a la avidez con que Bolsonaro destroza la naturaleza.
Siquiera su estupidez.