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Foto: Conaculta
Dos poetas: uno ve los ayeres,
otro la danza estetizante y dolorosa de las palabras
Algunos recuerdos
En 1966 se fundaron dos nuevas escuelas preparatorias: una, la Ocho, en Mixcoac, y la otra, la Nueve, en Insurgentes Norte. A muchos de los que estudiábamos en otras preparatorias (yo estaba en San Ildefonso), nos cambiaron a un lugar más próximo a nuestras casas, en mi caso, a Mixcoac. A Mariano, no sé por qué, lo cambiaron de Coyoacán, que era su barrio.
Aunque en grupos de clase distintos, coincidimos Mariano y yo en quinto de preparatoria, pero tardamos meses en tratarnos. Mariano formaba un grupo de amigos que, con criterio adolescente, considerábamos exquisito, con Edna Orozco, su novia de entonces, Alfredo Kawage, el hijo del periodista Rigel García, y el poeta Mario del Valle. Más tarde se integró Guillermo Rossell.
Si adaptáramos una definición de Robert Musil, Mariano a sus diecisiete años era sin duda un joven con atributos. Pertenecía a una clase media acomodada, era bien parecido, vestía bien, tenía una pequeña biblioteca personal y empezaba a escribir poesía. Ya conocía de pintura, que sería una de sus pasiones y en la que destacó años más tarde en la crítica periodística. Amén de eso, tenía la oportunidad de poder convivir en la casa de Coyoacán con su cuñado, Gabriel Figueroa, fotógrafo esencial en la historia del cine mexicano. Asimismo, Mariano sentía orgullo de ser sobrino del crítico literario Antonio Castro Leal, quien ignoro si influyó en algo en los inicios literarios de Mariano. No mentiría si digo que se comportaba, no sé si con razón o sin ella, con alguna arrogancia y una mayor pedantería.
En aquel 1966 la poesía era un mundo ajeno para mí; sólo empezaría a serme familiar cosa de un año y medio más tarde; sin embargo, Mariano y Mario solían leerme sus poemas, y los de Mario podían ser larguísimos. No tenía la menor idea entonces de si eran buenos o malos, pero para no parecer más ignorante de lo que ya era, decía cualquier elogio y así me parecía que no quedaba tan mal.
Sería muy poco tiempo después cuando Mariano tomó la revista Imaginaria, la cual convirtió también en una pequeña editorial de libros. En esa revista publiqué en 1970 mi primera reseña literaria; fue sobre No me preguntes cómo pasa el tiempo, de José Emilio Pacheco. En esa década de los años setenta, Mariano ocupó puestos diplomáticos en Costa Rica, Suiza y Francia, y dirigió también, en tiempos de Juan José Bremer, Artes Plásticas de Bellas Artes y ejerció la crítica de arte en el suplemento del diario unomásuno. Tal vez fueron sus mejores años. En esa década lo vi poco. José Manuel Pintado era un amigo muy próximo a él.
Pese a los años de conocernos, siento que empezamos a hermanarnos más a partir de la década de los ochenta. Mariano se había vuelto más humilde, más humano, y por ende, era más fácil entenderse con él. Yo dirigí casi toda esa década todo lo que se relacionaba con literatura en Difusión Cultural de la UNAM, y me era relativamente fácil realizar e inventar actividades. Cuando se anda por los treinta años se tiene sobreenergía y las ganas de hacer todo. En esos años, con Bellas Artes y la UNAM, organizábamos encuentros literarios por casi todo el país, y recuerdo a Mariano en Puebla, en un encuentro nacional de poetas; en Veracruz, en uno de escritores jóvenes, y en Zacatecas, en uno de periodismo. El denodado whisky y las ganas de divertirse a lo grande, en ocasiones con llamaradas fáusticas, lo llevaba a zonas de peligro. Él creía, con su admirado Blake, que “el camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría”, pero también entendió con Quevedo que “el exceso es el veneno de la razón”.
Algunos de sus amigos de entonces, o al menos con quienes más lo recuerdo, eran el historiador Luis Barjau, el pintor Paco de Icaza y el poeta Víctor Manuel Mendiola. En su casa de Coyoacán, cuando estaba casado con María, o en casa de Mendiola, en la calle Holanda, nos reuníamos de vez en vez. Nada que ver con el Mariano antiguo: no sólo se había vuelto más afectuoso y sencillo, sino inclusive muy autocrítico. “¿Con qué autoridad moral voy a decirle a la gente cómo se comporte si no soy un ejemplo para nadie?”, me dijo más de una vez en el decurso de los años. Dios y el diablo peleaban furiosamente en su alma y el que iba perdiendo era el cuerpo. Sin embargo, entre sus mayores virtudes, no muy repartida en nuestro medio literario y artístico, fue la de ser muy agradecido con quienes le hacían servicios o favores.
Mariano tenía, entre varias, dos principales vertientes en su poesía: una estetizante, en la que tomaba del arte, sobre todo de la danza y la literatura, motivos para su lírica; y la otra, cínica y dolorosa, de versos que sangraban al alma, en la cual escribió sus mejores poemas, sobre todo en su último libro, Mirar a ciegas, publicado en Imaginaria, que pasó por desgracia inadvertido para la crítica, como pasa entre nosotros con la mayoría de los buenos libros de poemas.
En los últimos años Mariano se volvió aún más humano, y lo poco que podía hacer por uno lo hacía de corazón, como por ejemplo, reproducir textos en la revista virtual que hacía para Culturas Populares. Otra vez, para mi sorpresa, recibí, bellísimamente hecha, mi poesía reunida en un libro virtual, la cual le ha de haber costado muchísimo trabajo. Le di sinceramente las gracias. Me dijo que podía ser el primer libro y que por qué no hacíamos juntos una colección virtual. “¿Y cómo la llamaríamos?”, le pregunté. “Imaginaria, claro”, me dijo. El segundo libro que hizo fue de Juan Manuel Roca y ya tenía yo apalabrado el de Antonio Cisneros, pero vino entonces su primer infarto y luego el segundo. Para mala suerte, el vínculo electrónico que permitía ver los libros dejó de funcionar –debe haber una manera de restaurarlo, que yo ignoro. Pero aún me conmueve su gesto.
Nadie desconoce que sus últimos años fueron muy difíciles. Su muerte en febrero del año pasado me sorprendió y aún no deja de entristecerme profundamente. Con la muerte de un coetáneo –como sucedió con las de Carlos Montemayor y José Luis Sierra– parece que uno recibe un golpe seco en pleno estómago y el cuerpo se dobla por el golpe. Ya no sólo hacia arriba, en la montaña arbolada, sino a los lados, vemos en el bosque cómo caen los troncos.
Sólo me resta dar las gracias a Isabel Benet, quien fue su última compañera, que me haya permitido dejar, en la Casa del Poeta, algunos recuerdos de quien era el más antiguo de mis amigos.
Qué tiempos esos tiempos
Adaptando sin la menor jactancia a Borges, diría que el azar y las leyes “me permitieron compartir un trecho” de la vida, en Ciudad de México y en Buenos Aires, con Máximo Simpson. Me envía ahora su último libro, Transcurso, publicado en Buenos Aires (Ruinas Circulares Ediciones, 2013), donde en cada poema aparece, abierta o soterradamente, la palabra Tiempo. Es el libro de un hombre de más de ochenta años que trata de ver, a través de los inciertos corredores de la memoria, el ayer, o mejor, los ayeres, que al reflexionarlos, se inventan y nos inventan esos ayeres “casi iguales salvo tenues detalles”. O dicho en una admirable aliteración, que da a la vez el recuerdo del canto y la tristeza de lo que ya no tenemos: “Y el pájaro cantó, pretérito cantó.”
Aquí los poemas son como cartas de despedida de un hombre profundamente lúcido y profundamente bueno que en un lenguaje premonitorio advierte del mañana vacío en esta tierra cruel y hermosa. Como su gran maestro Borges, Simpson buscó en sus poemas la emoción de la inteligencia, y como él supo que en el transcurso de una vida fue otro y el mismo, y el yo plural y los plurales yo.
En este libro, escrito en lenguaje coloquial, que parece un solo poema con variaciones, hay nostalgias que no gasta el recuerdo, una honda ternura por las cosas del mundo, ligeros toques de humor amargo, una angustia triste por lo que pronto se irá, incluido él mismo.
De las ocho o diez piezas poéticas que me conmueven en especial del libro, hay tres elegías a amigos idos. Las piezas son: “Carta a Néstor Groppa”, “Ellos” y “Pregunto por Luis”. A Groppa, dice Simpson, ya no lo oirá hablar de poesía, de viajes y de las cosas sencillas de la tierra; a los tres hermanos busca fijarlos en los versos: “Eran Alex, Roberto, eran Gustavo,/ y eran la trinidad de los Alessio,/ tres toques de campana,/ tres candiles,/ tres voces./ Dejaron todo aquí,/ y son los tres ahora tres camisas sin nadie”; o al brasileño Luis Severo definirlo como un ser excepcional “por los cuatro costados de su lejanía”.
Simpson inclusive ha dejado para sí mismo un triste y hermoso epitafio que alguna vez, en un todavía muy remoto, ha de inscribirse en su lápida: “Yo me fui y estoy aquí,/ tocando el violín sin cuerdas/ del día que nunca vino.”
Muy apreciable, muy entrañable, Transcurso es de esos libros que ahondan aún más en el alma en los años finales.
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