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Triunfo y derrota de unomismo
Todo invita a pensar que lo sucedido en Stockholm bien podría acontecer en un sitio como la otrora muy noble y leal Ciudad de México, o precisamente allá, en la septentrional ciudad capital de Suecia, pero lo mismo en cualquier otra metrópoli postfinisecular, postnihilista y postpostmoderna, póngase por caso Berlín, Ámsterdam, París o alguna otra de esa Europa que, como bien ha puntualizado Immanuel Wallerstein, hace muchos años que vive –mejor dicho sobrevive o, más rotundamente, languidece, aclararía un pesimista lúcido como el propio Wallerstein– enferma de sí misma y contagiando con el virus de su decadencia y desencanto envueltos en consumismo inmediatista tanto a la periferia de su jurisdicción territorial –dígalo si no la doblegada sociedad griega– como a otras marginalidades geopolíticas de oídos encantados por la tonada hamelinesca de un bienestar baldado por la naturaleza exclusivamente material de aquello que lo constituye.
Pero es en Madrid, entonces, como puede ser en otra de tantas urbes donde lo que más medra sobre el asfalto y el cemento interminables son las flores agrias del anonimato sin remedio, la insolidaridad sin cura, la fugacidad inmensurable de tan breve, pero también, y en complemento, la disipación constante de las horas que no sean obligadamente dedicadas al trabajo o a lo que más se le parezca; también el fruto ácido de la desolación callada y oculta, pero nunca disminuida, detrás del vaso con ginebra, los pases y los porros, la antimúsica del antro, meticulosamente concebida para no hablar y no pensar; pero también, y sobre todo, el ansia que a veces no sabe de palabras sino solamente de miradas que quieren asirse del vacío, pero que cuando sabe hablar sólo es para salir de cacería, rondar la presa, tomar aquello que considera debe ser suyo y luego desechar los restos de un festín que de todos modos no la llena porque al día siguiente, más bien a la otra noche, es evidente que el agujero sigue intacto y una vez más hay que buscar con qué llenarlo, anillo de Moebius de la satisfacción individual que es copia exacta de la colectiva y, como ésta, permanece siempre insatisfecha por culpa de esa necedad vivida como necesidad y alimentada exclusivamente con materia, en este caso, la que constituye el ser del Otro, o mejor dicho al contrario: el otro Ser.
Qué importa el nombre, entonces: no es ella en especial, ni es la ella, sino apenas una ella, como tampoco es él sin que al pronombre lo anteceda un artículo tan indeterminado como el propio él, de quien tampoco importa el nombre, uno que sale de su nada y a su nada vuelve y eso es lo que busca, no el apelativo de la presa porque detrás del vocablo está la gente y ésta encierra, al menos en potencia, una historia, intereses, emociones, sentimientos, todo eso para lo que no hay espacio, salvo como simulacro, en una casa que permanecerá tajantemente ajena por más que una vez se duerma en ella, en unas sábanas entibiecidas nada más a medias, en una donación del cuerpo que tal vez no llegue ni a eso porque no se trata de dar sino de tomar lo que se pueda: el tiempo, la atención, el deseo, la carne de otro u otra; qué importa, se dice el cazador, que cuando el momento de la fugacidad asediada voluntariamente haya concluido su caricatura, sobrevenga el peso de la eternidad malsana que transcurre entre que uno se levanta de la cama y una ella desaparece para siempre de la vida de uno.
Por eso tampoco cabe la excepción: no se es anónimo de a gratis, los costos del aislamiento colectivo son más altos y más duros de evadir que los de una tarjeta de crédito, y por eso no se vale andar traicionando el espíritu desapegado con el que los ciudadanos de Madrid como los de Estocolmo, Berlín, Ámsterdam, París o Ciudad de México –da lo mismo–, andan por las calles provistos de una coraza hecha del resistente material conocido como simismo o unomismo, aleación indisoluble de soledades mal llevadas, negación de los fracasos, claudicación de búsquedas que sobrepasen los límites escuetos de una-noche-más, y uno que otro evento inesperado, fortuito, ajeno a la rutina, del que no se saca nada que no sea la confirmación de que más vale no comprometerse, con nada pero con nadie sobre todo, y sobre todo en estos tiempos en los que la única cosa de veras permanente pareciera ser la muerte.
Stockholm (2013), dirigida por Rodrigo Sorogoyen, escrita por él mismo en compañía de Isabel Peña, protagonizada por Aura Garrido y Javier Pereira.
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