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Agustín Ramos
El buey voló
Aunque eso es posible –todo es posible en la paz–, no veo sinceridad en la versión oficial y mucho menos en la prefabricada verdad consensual.
Desde hace veinte años he insistido en que a México lo gobiernan el latrocinio, el asesinato y la mentira: tres cualidades que garantizan impunidad.
Todo gobernante mexicano que se precie de serlo consigue puesto como quien gana una trinchera, no para fortalecerla a favor del bien público, sino para rascarle y atesorar cuanto halle. “A mí no me den" –dice uno– “nomás pónganme donde hay.” “Busca primero la gracia del señor” –dice otro– “y todo lo demás vendrá por añadidura.” Luego, para perpetuarse, esos especímenes asesinan (abaten) todo cuanto estorbe su carrera, empezando por lo humano; porque la calidad del robo no sólo depende de la habilidad de la rata sino de su rango, y mientras más cerca esté de “la gracia del señor”, más pródiga será la gloria. Sin embargo, además de ser creativos para robar y metódicos para asesinar, nuestros gobernantes exitosos son artistas al mentir de palabra, obra y omisión.
Sobran ejemplos del latrocinio en el que se fatigan de incurrir nuestros gobernantes. Y no únicamente en formas habidas y por haber, en las oleaginosas y evanescentes formas de corrupción ya maduras o en proceso de cultivo político, administrativo, cultural… También abundan las pruebas de sus masacres, acentuadas hoy con la transformación de nuestras vidas civiles en cuarteles militares.
Viñeta de Juan Puga |
Pero lo que aun con ser igualmente mortal parece hasta venial es la mentira, ese clima artificial suministrado por los medios y por la cultura parcelada, capaz de hacer sentir la tiranía como normalidad democrática (la normalidad, esa forma que adquiere la ideología hegemónica cuando la mente está vacía, el ánimo en el suelo y los consejeros del príncipe en Jauja).
Cuando un buey vuela, viene el habitual despliegue administrado de la noticia para desinformar, mal informar, deformar e implantar, en la mente del vulgo, un hecho posible e incomprobable: el vuelo del buey.
Para que la gente asimile esta versión oficial se elabora un guión a grandes rasgos. Voló, sí. Imágenes, imágenes, imágenes: el buey acorralado, la vía de escape, el túnel espaciotemporal inverosímil y, zaz, la desaparición para pasmo y pasto del ganado perdedor.
El buey voló. Todo es posible en la paz.
Tras esa versión posible e incomprobable sigue el control de daños. Comunicadores logreros o especieros, perros de presa y perros falderos de direcciones de comunicación social, lectores y directores de noticias en prensa y medios electrónicos, devotos, todos, de la Virgen del Rosario, se afanan en difundir la noticia y promover como artículo de primera necesidad una misma línea editorial en diferentes tonos y matices. Colorean, enfatizan, especulan, torpedean la versión oficial con escepticismo asimilable y permisible –al fin que poco veneno no mata–, hasta defecar lo que puedan digerir esas masas que sufren algo más que hambre de verdades: una versión consensuada sobre la que se bordan simulacros de libertad de expresión y dudas necias o razonables.
El buey voló, sí. Las urracas murmuran, fue así y asá, los jilgueros creen esto y lo otro. Sabrá Dios, silban los agudos clarines oficiosos. Y sólo pocos pájaros de cuenta saben lo que de veras sucedió. Los periodistas intentan investigar hasta donde pueden; no obstante son minoría ridícula en un reino donde informarse consiste en cerrar el cerebro y abrir la radiotransmisión o enfrascarse como gambusino en el magma de las redes sociales.
Un buey voló. Se parte de la mentira y luego se le borda una verdad con espinas de chayote, una verdad irreal pero consensuada. Para contradecirla se requeriría ser dueño de la verdad. Pero no hay dueños de la verdad, cuando mucho hay reintegros y aproximaciones al hecho real o tomas momentáneas de la palabra. Tampoco la mentira tiene su contraparte en la verdad sino en la sinceridad; lo vieron Agustín en Contra mendacium, Martínez Cristerna en Del que miente al mentir, Hermann Hesse en El lobo estepario al cuestionar la sinceridad en torno a Goethe y Maquiavelo cuando justifica el incumplimiento de las promesas del príncipe.
Ante el vuelo del buey, ¿cuánta sinceridad cabe en las marionetas del teleprompter, en los gacetilleros autonombrados analistas, en los capellanes del becerro de oro y en las oportunistas que siempre caen de pie, las veladoras perpetuas de las buenas causas perdidas?
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