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Ilustración de Gabriela Podestá |
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“Como si en esa mano que le falta pendiera una caricia imposible”
Nada es más importante para el ausente que una carta. Por eso, n está todos los días ahí, al acecho, acodado en el pequeño balcón, mirando. Hacia la derecha, la calle comienza en una curva pronunciada y sube ligeramente, se equilibra frente a él y baja luego en dirección al mar que se ve, encrespado a veces, liso en otras, mientras el viento sopla con mayor o menor intensidad. Una vela triangular se mira a lo lejos, casi en el punto donde el Mediterráneo se torna azul oscuro, deponiendo ese verde esmeralda que se inicia en la playa construida, justo para el verano que termina, por esos técnicos holandeses que transforman el Maresme desde Montgat hasta Premiá del Mar.
Frente a él, en el segundo piso de la casa de la vereda opuesta, un letrero dice: “En Venda”, mientras la señora joven le habla a un niño, probablemente su hijo, con una voz ligeramente estridente. La mujer es interesante, esbelta, y lleva siempre el pelo recogido atrás, rubio hasta la palidez extrema. Si se fija uno bien, se da cuenta de que tiene el brazo izquierdo trunco, que unos quince centímetros abajo del codo sólo tiene un muñón. Este detalle la hace extrañamente sensual, como si en esa mano que le falta pendiera una caricia imposible, una ternura difícilmente soportable, una especie de ausencia provocadora.
n permanece ahí, agazapado, inmerso en esa ausencia suya que lo identifica con esa mano que le falta a la mujer como un ofrecimiento. Y abajo, en la calle donde se acumulan por la tarde las bolsas de basura, los gatos, sus caras redondas y suaves como el muñón de la mujer, electrizándolo.
Hacia las once de la mañana pasa el muchacho. Sale por el lado derecho de la calle y ha bajado, sin duda, desde Turó del Mar, la parte más alta del pueblo. Flaco y desgarbado, camina con mucho apuro, como perseguido por alguien. n simula no verlo, aunque toda su atención está en él, en sus grandes trancos rítmicos que lo llevan de puerta en puerta, en zigzag de acera a acera. El chico, como si le temiera, nunca mira a n, mientras la mujer mutilada se dirige al niño que juguetea en el balcón, le hace mimos con esa voz chillona que, así lo supone el ausente, pronuncia cosas cariñosas, igual que la llegada del muchacho a las puertas donde toca y desaparece, para salir luego, siempre al apuro y con la mirada gacha, evitándolo a él que se acoda en el murito rojo de fierro aparentando indiferencia, mutilado porque el chico sigue de largo, ausente siempre de esa ausencia que es él allá, donde no está, de esa ausencia que es él acá, donde hace como si estuviera.
El ausente desconoce, en realidad, en qué o dónde radica su ausencia, y tampoco sabe qué espera ahí, en el balcón. Tal vez espere una sonrisa de la mujer, el acercamiento de ese muñón que le parece dulcísimo, dolorosamente táctil, como si los dedos se le multiplicaran en la promesa de una caricia atroz. O quizás espere que el muchacho toque un día su puerta, deje de ser esa mutilación huyendo de casa en casa, zigzagueando en la calle, desapareciendo siempre en dirección al mar, girando a la derecha y dejando, contra el verde del Mediterráneo, esa otra ausencia lejana de la vela cabeceando en el agua, flotando como un cadáver indescifrable.
n mira la hora y ve que faltan pocos minutos para que el rito de todas las mañanas se inicie, para que el muchacho aparezca en el extremo derecho de la calle y suba a grandes trancos mientras la mujer olvida momentáneamente al niño que juega en el balcón, y los mira, porque el chico está ahí ya, cabizbajo, temeroso del ausente a quien no puede cumplirle lo que, en sí, le viene ofreciendo día a día en los meses que lleva de verlo agazapado y esperándolo en el balcón, anhelante, desasosegado frente al muñón de la mujer que le remarca una caricia lejana, una ternura que ya nunca habrá de pertenecerle y él, con toda su carga de promesas, ofrecimiento diario, no puede darle.
El chico pasa una vez más y el ritual termina desacralizado, sin magia. n lo ve desaparecer y detiene la mirada en el mar, se baña de ese verde donde el viaje es casi una sepultura, una señal de muerte.
Ahora al ausente sólo le queda esperar la lluvia, hasta que en la noche se le renueve la ilusión del día siguiente con la mujer frente a él, su brazo trunco, la promesa de una caricia imposible, y el chico pase una vez más, quizá se detenga, deje de ser esa mutilación zigzagueante, pero únicamente ve el camión de la basura recogiendo las bolsas acumuladas en las aceras, los gatos retirándose a los rincones, sinuosamente malignos e indiferentes, fríos, sus pequeños ojos brillando en la oscuridad, riéndose de él, anticipando y esperando algo también.
Minutos antes, el ausente está ya acodado en la ventana, mirando como a través de una gran desgarradura, al acecho. El viento sopla ahora y la noche anterior llovió varias horas. Como a las cinco de la madrugada comenzó a caer el agua, acicateada por un aire correoso, severo. n despertó y supo que los ojos de los gatos no le habían mentido, que algo iba a suceder al fin. Reconoció el lugar, vio los libros, la máquina de escribir abandonada hacía tanto tiempo, los platos sucios en el lavadero. Caminó por el pasillo hasta la otra habitación y tocó la tarima desolada, íngrima. Desde la terraza vio el mar a lo lejos, empapándose en la lluvia, fría ya por la entrada de ese otoño tardío.
Volvió a la casa y se secó, frotándose con fuerza. Como ya no pudo dormir, se acercó a la ventana. La lluvia había alejado a los gatos, pero supo que ahí estaban, que desde algún lugar se divertían mirándolo con sus rostros redondos como muñones llenos de una fosforescencia maligna. Pensó en la mujer: probablemente dormía apoyada en su brazo trunco.
Cuando lo vio aparecer supo que el ritual de ese día sería distinto. Miró a la mujer jugando con su hijo y el brazo mutilado ya no fue la promesa de una caricia sino la confirmación de una ausencia implacable. El triángulo de la vela había desaparecido en el Mediterráneo que extrañamente mostraba la certeza, para él, de ser un naufragio inminente, el aplazamiento de una amenaza.
Ahora el muchacho lo mira triunfante, sin la más mínima congoja, sin una gota de temor. Da unos cuantos trancos largos y se dirige a la puerta. n se estremece al oír el timbre y baja, no sin antes mirar a la mujer que lo saluda con el muñón en alto, dolorosamente tierno.
El ausente responde el saludo y sabe que se está despidiendo, que el anhelo de esa caricia es definitivamente imposible, que se le perpetúa como un sueño.
Una vez abajo, toma la llave para abrir el pequeño cofre que está en la pared. El muchacho va ya en dirección al mar, a grandes pasos rítmicos. El agua del Mediterráneo es de un azul oscuro, lóbrego. Los gatos están ahí, alrededor suyo, acechándolo, quietos, como dulcísimos muñones sin ojos, ciegos, sin una caricia para confortarlo, absolutamente sin piedad.
n saca el sobre.
No necesita abrirlo para saber que todo ha terminado.
(De Todo lo que inventamos es cierto, 1990, corregido por el autor para
El otro lado del espejo. Antología personal, 1996).
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