Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 8 de marzo de 2015 Num: 1044

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El cuento de
Amaramara

José Ángel Leyva

Sexo y literatura
Jorge Bustamante García

Yo a usted la amé...
Alexandr Pushkin

Clanes y caudillos
en la Revolución

Sergio Gómez Montero

Bei Dao, una isla
sin mar

Radina Dimitrova

Poemas
Bei Dao

Hermann Nitsch
en México

Ingrid Suckaer

Leer

Columnas:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Luis Tovar
Twitter: @luistovars

#NosFaltan43

Cuando el documental Ayotzinapa 43 sea estrenado –el próximo viernes 13, en la Cineteca Nacional–, habrán transcurrido exactamente cinco meses y medio desde aquella noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014, fecha en la que los alumnos de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, estado de Guerrero, fueron acosados, perseguidos, agredidos, balaceados, algunos de ellos asesinados –llegándose al extremo innombrable de haberle arrancado los ojos y la piel del rostro a uno–, posteriormente a todo lo cual, 43 fueron privados de su libertad y se encuentran, hasta el día de hoy, bajo el estatus legal de “desaparecidos”.

La omisión y la ignominia

Omítase aquí la macabra, incruenta y oficial tomadura de pelo del extitular de la pgr –el fatigado Murillo Karam–, según la cual los restos de uno de los 43 aparecieron en una bolsa de plástico en el fondo de un río. Omítase también el nauseabundo triunfalismo voluntarista, de autócrata, que pretende exigir, urbi et orbi, el cese de toda duda respecto de la “verdad histórica”, de acuerdo con la cual hubo 43 incinerados en un basurero de Cocula –¿o sólo 42, ya que los huesos de uno estaban en otro lugar?–, por tratarse de una versión descalificada por todo género de especialistas forenses, antropólogos y otros.

Omítase también la insustancialidad del chivo expiatorio inicial, cuyo nombre a estas alturas ya pocos podrían recordar, a quien quiso achacársele en exclusiva –a él y a su esposa– la autoría intelectual de la represión que antecedió a la masacre, pues a despecho de los intereses oficialistas nadie cree sensatamente en la “no participación absoluta” de instancias estatales y federales en la tragedia de Iguala-Ayotzinapa.

Omítanse, a continuación, las vergonzosas ansias de carpetazo de tantos medios de comunicación que, desinteresadamente o todo lo contrario, se hacen eco del peñanietesco “ya supérenlo” cuando hablan de padres de familia manipulados, tachándolos así de estúpidos, incapaces de pensar por sí mismos, mera carne de política.

Omítanse, si acaso es posible, la corrupción endémica, la torpeza cuasi genética, el cinismo gigante de haberse colgado del “Todos somos Ayotzinapa”, la infinita mendacidad, así como el profundo e inocultable desdén con los que ésos que se dicen “representantes del pueblo” tratan a sus “representados”…

Tras haber omitido tanta ignominia, véase cuánta ignominia queda todavía: un abismo entre verdad oficial y opinión popular; un crimen de Estado impune hasta la fecha; una espiral imparable de violencia y barbarie que se multiplican; una patente voluntad de criminalizar toda protesta… Pero sobre todas las cosas queda la ignominia de la invisibilidad y del anonimato, a veces apuntalados a fuerza de balazos, pero casi siempre a fuerza de ojos que prefieren mirar hacia otro lado: invisibles los 43, anónimos hasta que un crimen los volvió precisamente invisibles, como anónima e invisible parecía ser, hasta hace cinco meses y medio, la realidad de la cual proceden, en la que vivían y estudiaban y hacían protestas y cumplían años y soñaban y deseaban y amaban.

Todos somos invisibles (y desaparecibles)

A recoger argumentos contra el anonimato y la invisibilidad fue Rafael Rangel, transcurridos apenas un par de meses después de la tragedia, y llegó hasta el mismo epicentro de la historia: Ayotzinapa 43 se cuenta desde adentro, en la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, y en el filme son ellos, quienes residen ahí, los únicos que cuentan –dicho en el doble sentido de la palabra–: quiénes son, de dónde vienen, cómo viven, cómo hacen frente a la inveterada carencia de recursos, lo mismo que a la igualmente inveterada estigmatización; por qué hacen lo que hacen y piensan como piensan, cuál es su visión de lo que significa educar, a qué han sido orillados desde los tiempos de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez. No hay intermediarios ni, por tanto, distorsiones discursivas: cámara y documentalista se integraron a la vida cotidiana en la Normal tanto como era posible, y de ese modo alcanzaron esa difícil vuelta de tuerca documentalista que consiste en volverse invisible, para que dejen de serlo aquellos que suelen sufrir esa condición.

Con eso sería suficiente para entender el alto valor de Ayotzinapa 43, de Rafael Rangel, pero le asiste otro: es el primer y más directo testimonio fílmico sobre Ayotzinapa, y hasta el momento el único, en cualquier formato, que pone el principal acento en la gente, ésa que jamás merecerá que se le considere invisible hasta que se le desaparece.