Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 12 de enero de 2014 Num: 984

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ahumada
Jesusa Rodríguez

Tamayo y la
evolución del color

Arturo Rodríguez

El derecho a hablar
se lo gana uno

Eduardo Medina entrevista
con Fernando Vallejo

Revolución tecnológica
y literatura

Xabier F. Coronado

Avérchenko,
el intemporal

Ricardo Guzmán Wolffer

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Columnas:
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Jornada Virtual
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Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
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Cabezalcubo
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Cinexcusas
Luis Tovar


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Luis Tovar
Twitter: @luistovars

Año nuevo, vicios viejos

Pese a ser, de modo tan evidente que debería considerarse algo insoslayable, una de las actividades humanas a las que mejor les calza el adjetivo “colectiva”, lo mismo que el neoadjetivo “globalizada”, al fenómeno cinematográfico suele tratársele –enterarse de, pensársele y hablar de él, glosarlo, referirlo, aludirlo, criticarlo, consumirlo– como si fuera una isla inverosímil por imposible, una suerte de lunar desvinculado en términos absolutos de todo aquello que lo rodea, es decir, de un tiempo y un espacio concretos, así como de un contexto que, para decirlo en síntesis, vale llamar “cultural”, donde más mal que bien conviven aspectos económicos, sociológicos, psicológicos, antropológicos, políticos, ideológicos, más un grueso etcétera.

Descoyuntar un hecho, cualquiera que sea, del medio en donde se verifica su existencia, equivale a someterlo a un proceso arbitrario y automático de desnaturalización que, siendo rigurosos, de entrada y también automáticamente debería invalidar o cuando menos reducir de manera drástica, el valor de cualquier aproximación, ya sea reseñística, historicista o crítico-analítica que cometa el despropósito de abordar tal hecho –para el caso un filme– como si nada lo enlazara con su entorno, cuando la realidad es que este último lo determina y, en consecuencia, en buena medida lo define, lo explica y permite aprehenderlo en calidad de aquello que realmente es: uno entre los infinitos eslabones de una cadena de múltiples líneas, de la cual el cine sólo es una más.

Pero no. Eso que en ciertas disciplinas es denominado “falacia naturalista” –es decir, que se considere algo como natural, de obvia existencia, inalterable o fatídico inclusive, nada más que por la fuerza de la costumbre o porque goza de una presencia lo suficientemente reiterada– no sólo influye en el modo de proceder de quienes, en el ámbito cinematográfico, deciden qué se ve, dónde, cuándo y durante cuánto tiempo, sino también afecta –y vaya que bastante, y negativamente– a la inmensa mayoría de quienes tienen como labor la difusión, el comentario, la reseña, la crítica.

En los hechos, tanta inercia se traduce en que aquéllos, distribuidores y exhibidores, año tras año repiten la misma fórmula que les ha dado buenos resultados económicos, y la naturaleza de los factores les tiene perfectamente sin cuidado, mientras que éstos, los reseñocomentadores –algunos con veleidades cuasicríticas, otros ni siquiera eso–, se limitan a la puntual regurgitación de aquello que se les da como si de pastura se tratara. Ahí los tiene usted, todos los veranos sin faltar ninguno, hablando del blockbuster en turno y encontrándole virtudes solamente supuestas como supuesta es la novedad del propio taquillazo, y todos los inviernos sin faltar tampoco ni uno solo, haciéndose lenguas y hablando maravillas del mismo plato frío de cada año. Ahí los lee o los escucha usted, endogámicos, urobóricos, hablando del churro equis y del bodrio ye, o de cintas que sí valen la pena, pero siempre convertidos en el eco de la fatalidad, bajo la ley de un silogismo del que jamás se han adivinado ni percibido víctimas y, al mismo tiempo, siervos: puesto que mi trabajo es hablar de cine, tengo que hablar de alguna película –es decir, siempre de alguna en particular, aislándola no sólo del resto sino del contexto–; puesto que aspiro a la masividad, me conviene hablar de lo que se está exhibiendo –preferentemente, de aquello que goza de más espacio y difusión– y, de ese mínimo universo, de los aspectos que “a la gente le interesan”, verbigracia, los ingresos en taquilla, la fama de los protagonistas o, ya poniéndose “profundos”, el modo a fin de cuentas trillado de abordar un tema tan manido como suele ser, de hecho y para dar ejemplos evidentísimos, la Navidad, un héroe de cómic llevado a la pantalla, la enésima parte de una “saga”, la precuela de cualquier secuela, y así y así.

Ahí los tendrá usted, dentro de muy poco y como siempre, a los distribuidores y exhibidores, medrando con ese premio malo que siempre ha sido y será el Oscar, y a los comentadores en su talla real de ingenuos e inconscientes publicistas, haciéndoles la chamba de mil amores, y de a gratis. Mientras tanto, una cartelera comercial como la de la semana recién terminada proponía miserables diecisiete películas, quince de ellas estadunidenses y ni una sola mexicana, para un universo de 5 mil 690 salas, distorsión de la que Mediomundo jamás de los jamases habla.

Año nuevo, vicios viejos.