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Ana García Bergua
De ficticios muertos, resucitados y reaparecidos
Todavía puede uno ver en las páginas de internet las reacciones virulentas y furiosas de los espectadores ante la muerte precipitada de uno de los personajes principales de la popular serie inglesa Downton Abbey. El actor que representaba al galán de la pareja protagonista decidió abandonar la serie al nacer su primer hijo. Ahora tocaba ver las vicisitudes de este matrimonio en los años veinte –pues una de las virtudes de la serie, como la antigua Los de arriba y los de abajo, está en atestiguar el paso de la historia, las modas, las mentalidades y los cambios sociales en las vidas de una familia de nobles ingleses y su servidumbre–, pero la carrera del actor le ofreció otras oportunidades y el guionista Julian Fellows decidió matar al personaje, antes que enfermarlo o desaparecerlo con la esperanza de revivirlo en futuros capítulos. Fue, por decirlo así, un acto de honestidad autoral, muy distinto a otros casos en que cambian al actor o la actriz y el espectador tiene que hacer un esfuerzo por ajustar sus emociones hacia el mismo personaje, ahora con un nuevo rostro: la mascarada se devela y tenemos que suspender a nuestro pesar nuestra credulidad (no la incredulidad, como nos pide toda obra al principio).
Y en eso estábamos a finales del año pasado, es decir, hace una semana, lamentando que muriera el galán de nuestra serie predilecta, cuando de repente en las librerías resucitó el inspector Wallander, el protagonista de la entrañable saga policíaca del sueco Henning Mankell. No es que Wallander haya muerto exactamente, sino que en la última novela de la serie, Mankell le asestó un Alzheimer que a los lectores nos bajó toda expectativa de una continuación. Y tampoco es que, con todo y Alzheimer, el inspector resolviera nuevos casos, sino que se trataba de un episodio antiguo, Huesos en el jardín, publicado únicamente en holandés y recuperado por la BBC para la serie Wallander protagonizada por Kenneth Branagh. Al final de este episodio, especialmente breve, que tendría lugar antes de El hombre inquieto, la última del detective, Mankell escribe un texto llamado “Cómo empezó, cómo acabó y lo que sucedió entretanto”, en el que nos habla de cómo concibió a su famoso personaje y lo que significó para él terminar la saga, de cuyo fin estaba convencido: “Oía continuamente en mi interior una voz que me decía: ‘Déjalo mientras sea el momento’. Era consciente del peligro que entrañaba que, un día, pensara en Wallander y me preguntara: ‘¿Qué hago con él ahora?’ Un día en que lo primero fuera Wallander, no el relato. Entonces habría llegado la hora de dejar de escribir sobre él.” Mankell decidió dejar de escribir sobre Wallander a hacerlo por rutina, sin que le interesara la historia. Y, desde luego, recibió reproches del público lector, necesitado de su personaje.
Downton Abbey |
¿Debe un escritor revivir a los personajes a petición popular? Arthur Conan Doyle lo hizo con Sherlock Holmes, después de haberlo matado en el famoso episodio El problema final. Mankell sostiene que esa muerte fue un error, que se puede ver en que es “un episodio de los menos logrados, seguramente porque Doyle, en su fuero interno, comprendía que se arrepentiría de lo que estaba haciendo”. Esto se puede ver en el hecho de que Arthur Conan Doyle instrumentó una muerte lo suficientemente vaga –la desaparición en medio de una catarata– para que el personaje pudiera reaparecer. Es cierto que la muerte de los personajes es asunto del escritor: la fidelidad a la propia creación implica aceptar el fin de las propias criaturas e instrumentarla cuando uno siente que les ha llegado la hora, que la trama, el personaje o el ánimo no dan verosímilmente para más. Es una cuestión de honestidad. El problema puede enrarecerse cuando los personajes no son sólo párrafos escritos en el papel, sino también actores de carne y hueso cuyas decisiones vitales y profesionales afectan a los personajes encarnados por ellos, como pasó con el actor de Downton Abbey.
Pero lo que hay en el fondo de todo eso sigue siendo para mí bastante misterioso: el amor que nos inspiran los personajes ficticios, cuyas vidas llegan a formar parte de la nuestra casi como si fueran nuestros parientes. Esa multitud que grita y suplica que no muera un personaje está quizá reclamando a un dios en miniatura la mayor tragedia humana –la desaparición del ser–, una posibilidad que sólo nos da la ficción, esa manera tan moderna de la religión.
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