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Tamayo y la evolución del color
Arturo Rodríguez
Rufino Tamayo estudió pintura en la Academia de San Carlos de 1917 a 1922. Según declaró al momento de su inscripción en la Academia, Tamayo ya había cursado varios ciclos escolares como “alumno supernumerario”, quizás tan temprano como 1912. Durante todos esos años el ambiente político en el país estuvo marcado por la Revolución y las actividades académicas en esa y muchas otras escuelas se veían interrumpidas de manera constante. Más adelante, el gran maestro oaxaqueño declaró que había recibido su formación estudiando el arte moderno en Nueva York, donde vivió dos largas temporadas, la primera entre 1926 y 1928, y la segunda de 1935 hasta 1959.
En la Academia, Tamayo estudió con Roberto Montenegro, Germán Gedovius, Saturnino Herrán y Alfredo Ramos Martínez, entre otros, incluido “el maestro Leandro Izaguirre, profesor de una materia ridícula llamada ‘clase de colorido’. Sí, en esa clase nos mostraban los colores, pero jamás nos dijeron lo más importante: cómo mezclarlos.” Sin embargo, quisiera destacar la importancia que pudieron haber tenido Herrán y Ramos Martínez en su formación. El primero, enorme colorista, a su vez discípulo de Gedovius y de Antonio Fabrés, puede considerarse como uno de los principales representantes en México de la tradición francesa emparentada con el simultaneísmo y las “leyes de contraste simultáneo” publicadas en 1939 por el químico francés Michel-Eugène Chevreul.
El libro de Chevreul fue muy difundido y todavía se le considera como el padre de la teoría moderna del color y como la principal fuente de conocimiento sobre color en la que abrevaron los impresionistas y los postimpresionistas; particularmente los representantes del puntillismo. En muchas de las pinturas de Herrán es posible observar cómo es que compone sus diversos planos cromáticos empleando el contraste simultáneo de colores opuestos en el círculo cromático, como rojos y verdes o azules y naranjas.
Ramos Martínez fue el artífice de las escuelas al aire libre que formaron parte del proyecto postrevolucionario de llevar el arte y la cultura a las clases más desfavorecidas de la sociedad. Además de incluir en el alumnado a niños, obreros y campesinos, el programa insistía en incorporar las técnicas desarrolladas por los impresionistas, así como pintar al aire libre aprovechando la luz natural y captando sus efectos sobre las distintas formas y su interrelación cromática; esto lo comprendió Tamayo perfectamente.
Con motivo de la reapertura del Museo Tamayo, se exhibió hasta enero pasado la muestra Tamayo/Trayectos. Como parte de esta celebración el museo ha organizado una segunda parte titulada Construyendo Tamayo, 1922-1937. La primera fue armada como una retrospectiva que seguía una secuencia temporal, con lo cual resultaba fácil apreciar la evolución de la paleta de este trascendental artista. La exposición actual abarca un período muy breve, pero significativo, en su desarrollo estilístico y cromático. Estas dos exposiciones funcionan como un ostensible testimonio de la evolución de la paleta tamayesca de la cual, sorprendentemente, casi nada se ha publicado.
Rufino Tamayo, Paisaje, 1921 |
Resulta curioso que, siendo Tamayo uno de los coloristas más reconocidos de todo el siglo XX, existan tan pocos estudios sobre su famoso color. Con esto no quiero decir que autores tan significativos como Octavio Paz o Xavier Villaurrutia no le hayan dedicado largas páginas al tema, pero sí es un hecho que ése no ha sido el enfoque principal de la mayoría de las investigaciones.
Los cuadros más tempranos de la exposición actual son de 1924, año que coincide con el proyecto educativo que empleaba el método de dibujo de Adolfo Best Maugard y que sirve como marco para el primer bloque temático de la muestra. En ellos se aprecia un deliberado estilo ingenuo y con éste una paleta elemental consistente básicamente en los colores primarios. La exposición anterior incluía algunas obras aún más antiguas, como el pequeño óleo de 1921 titulado Paisaje, pieza clave para entender el uso del color de Tamayo. En ella, lo más notorio es que cada plano de color local, como en el follaje del fondo, los tejados, los muros o el suelo de esta encantadora pintura, están salpicados de pinceladas cortas de vibrantes colores complementarios; es decir, en el caso del piso, éste está pintado con pinceladas intercaladas de lo que parece ser azul ultramar con blanco, verde (quizás de cromo) y amarillo, probablemente hecho a base del mismo metal. Recordemos que el cuadro es de 1921 y que entonces existían serios temores a usar las “inestables” anilinas inventadas a mediados del siglo anterior. Esta es una de las pinturas que probablemente conoció y elogió Diego Rivera cuando regresó de su prolongada estancia en el extranjero durante aquellos años.
En la muestra Construyendo… están presentes el paisaje Indianilla y Fonógrafo, ambas de 1925. Éstas presentan una paleta radicalmente diferente al temprano paisaje referido, pero no así en cuanto al empleo del contraste simultáneo. Estas piezas están resueltas con colores terrosos, oscuros y opacos que contrastan con azules, verdes y violetas, correspondientes al lado opuesto del círculo cromático. También se incluyeron las conocidas Reloj y teléfono, también de 1925 y Homenaje a Juárez de 1932. En éstas resulta evidente la influencia del cubismo y de la pintura metafísica italiana de las primeras décadas del siglo pasado. La paleta de estos años es exageradamente sobria, compuesta principalmente por ocres, tierras, grises y algunos planos de verde o azul oscuros. También están dos cuadros que merecen una especial atención: Musas de la pintura, de 1932, y Pintura académica, de 1935. En ambas aparecen pintores sosteniendo paletas. En la primera, los colores están organizados de la siguiente manera: en el sentido de las manecillas del reloj y de abajo hacia arriba hay manchones de negro, ocre, sombra tostada y negro nuevamente, pero, por el tono extremadamente oscuro de todo el cuadro, parecieran negro, amarillo, rojo y azul (los primarios). En la segunda pintura ocurre algo similar, sólo que con negro, sombra tostada, que se entiende como un amarillo muy oscuro, azul de ultramar y verde vejiga. De estos hechos pueden desprenderse dos conclusiones: una es que Tamayo ponía atención en cómo se organiza una paleta, la segunda es que conocía a la perfección la idea de los colores primarios y la sustitución de los mismos por equivalentes más oscuros, menos “básicos” y, por ende, más refinados.
Rufino Tamayo, Hombre del violín, 1990 |
Durante casi toda su “etapa metafísica”, él estuvo involucrado sentimentalmente con María Izquierdo y muchas de sus obras comparten rasgos. Algunas de las que se incluyen, debido a la temática, incorporan colores más intensos y pueden entenderse como obras de transición. Por ejemplo, Naturaleza muerta con pie, de 1928, que es de corte totalmente metafísico si no es que surrealista, fue ejecutada posiblemente poco después de su primer viaje a Nueva York, y la paleta sigue siendo agrisada aunque incluye los colores primarios. Hasta este punto, casi todos los rojos empleados parecen ser el terroso óxido de hierro. Los caracoles, de 1929, representa dos grandes conchas mostrando su lustroso y rosado interior. Ahí, Tamayo tuvo que recurrir a otros pigmentos para crear distintos rosas y malvas que anticipan a sus famosos rojos más intensos de épocas posteriores.
Más adelante en su evolución, hacia mediados de la década de 1940, puede distinguirse una alternancia muy marcada en su paleta. Ingrid Suckaer, autora de una notable biografía del maestro, la resume de la siguiente manera: 1926-28, período oscuro; 1929-1935, período lumínico; 1936-1939, período oscuro; 1940-1945, período lumínico. En este último período se puede apreciar una extraña etapa como transparente, donde los cuerpos muestran sus estructuras interiores, posiblemente inspirados en ciertas pinturas infantiles o en los artistas aborígenes de Australia.
Hacia finales de los cincuenta, en pinturas como Tienda cerrada, de 1958 (que estuvo incluida en la primera de las dos exposiciones), se puede apreciar que comenzó a oscurecer sus fondos (un nuevo período oscuro), casi hasta el negro, logrando que los colores puros alcancen su máxima intensidad, destacándose como si fueran lámparas de luz neón. Este largo aprendizaje, basado en contrastes, analogías y armonías cromáticas, le permitió a Tamayo hacer el tipo de combinaciones que lo consolidaron como gran colorista. Durante un tiempo, también a mediados de los años cincuenta, hizo algunas pinturas casi monocromáticas. De 1956 es Sandías en blanco (desafortunadamente ausente en ambas muestras), aunque sí pudimos apreciar en la primera otros cuadros de la misma época, predominantemente en rojos, naranjas y algunos rosas subidos que llegaron a identificarse, por lo menos en Estados Unidos, como el “Tamayo pink”.
La segunda guerra mundial también afectó a Tamayo y lo demostró con varios cuadros fechados entre 1941 y 1945 que incorporan rojos y naranjas más violentos, pero la verdadera “explosión cromática” no ocurrió sino hasta finales de los años sesenta. Tal es el caso del conocido Autorretrato de 1967 o de Venus saliendo del baño, de 1968. En ellos aparecen muchas más lacas, violetas, rosas y magentas, además de verdes muy intensos. En la siguiente década, como en Mujer en blanco, de 1976, comienzan a combinarse grises apagados con colores intensos y, en este caso, lilas y violetas salpicados de gotas de veladuras líquidas y transparentes con efectos de textura hechos con arena y esgrafiados. Esta combinación será más patente en la obra tardía de los años ochenta que culmina con su última pintura, El hombre del violín (1990), compuesta con naranjas, rojos y laca geranio espléndidamente matizados con gris y ocre.
Rufino Tamayo, Sandías en blanco, 1956 |
En suma, tenemos uno de los casos que mejor ejemplifican –y no sólo en México– una vida dedicada a la experimentación en el campo del color. Las distintas combinaciones y armonías (Tamayo sabía mucho de música), analogías y contrastes fueron acrecentándose con el tiempo, hasta el grado de que en su época de madurez dieron como resultado un número casi infinito, con lo que logró resaltar al máximo el color, no obstante el uso de una paleta relativamente limitada. Las leyes de contraste simultáneo aplicadas al máximo: colores opuestos en el círculo cromático, tonalidades discordantes, claros y oscuros, opacos y brillantes, lisos y ásperos, espesos y líquidos, analogías, armonías cromáticas, matizaciones, monocromías y demás astucias de los coloristas.
No es fácil elucidar si esta desmedida escalada hacia la estridencia se debió a un conocimiento acumulado, a un gusto personal, a la disposición de nuevos y más brillantes pigmentos, a la vejez en sí (que en el caso de otros pintores, como Claude Monet, llegó a afectar su propia percepción del color debido a una cuestión fisiológica) o a una preocupación comercial.
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