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Guillermo Tovar de Teresa,
breve estudio biobibliográfico
En junio de 2006. Fotos: Marco Peláez/ archivo La Jornada |
Rafael Barajas el Fisgón
Sería impreciso decir que Guillermo Tovar de Teresa tuvo infancia, adolescencia, juventud, edad adulta y madurez. En realidad tuvo prólogo, introducción, capitulado, conclusiones, epílogo y una extensa bibliografía. Más que acta de nacimiento, tuvo página legal; más que bautizo, tuvo proemio y su vida, más que de anécdotas, está llena de notas de pie de página. Su biografía no podía ser más que una bio-bibliografía y su tumba no tendrá epitafio sino colofón.
Dicen los médicos que atendieron su nacimiento que Guillermo decidió salir del vientre materno porque allí no había una buena biblioteca. Aprendió a leer antes que a hablar, y en el jardín de niños se divertía mucho jugando con sus amiguitos Carlos de Sigüenza y Góngora, Miguel Cabrera y Sor Juana Inés de la Cruz. Todos ellos le hacían bromas pesadas al director del plantel, el licenciado Miguel de la Grúa Talamanca y Branciforte.
Cursó la primaria en el Colegio México, donde asistía puntualmente todas las mañanas a darle clases de historia a sus maestros. Algunos eran tan burros que lo reprobaban porque no se aprendía lo que decía el libro de texto, sino que se iba a las fuentes originales. Uno de ellos, desesperado, le gritó: “No me vengas con eso de las fuentes originales; yo sólo conozco la Fuente de Petróleos.”
Su escuela solía celebrar unos seminarios de historia y Guillermo participó en uno de ellos con un trabajo al que su profesor le puso una calificación de diez más veinte, es decir del 2,000 %. Desgraciadamente, la cosa acabó mal, pues el maestro de matemáticas reprobó al de historia por no saber sacar porcentajes. Finalmente, Guillermo reprobó a la escuela y se fue a estudiar filosofía con Eduardo Nicol.
En las clases de Nicol reflexionó sobre el ser, el no ser, el no hay que ser, el ethos y el pathos. Allí descubrió que el ethos es una entidad celestial, mientras que el pathos se asocia a cualidades más marítimas como las de Peseidón. De allí sacó la máxima que ha regido su vida: “Al cielo ethos y al agua pathos”.
A pesar de su carácter explosivo, Guillermo no se peleó nunca con sus compañeros de clase. No le gustaba meterse con los de su tamaño y menos con los más pequeños. No agarraba pleitos con los niños de ocho años, sino con los de cuarenta y ocho o más. A Guillermo no le gustaba agarrarse a golpes; hacía algo mucho peor, mucho más agresivo, rijoso y temible: entablaba debates académicos con los investigadores de estéticas. En esa arena era fiero para los catorrazos y cabrón en el tiroteo. Dejó chillando, tumbados en el suelo y con la nariz rota, a más de tres.
A la edad de nueve años, Tovar recorría las librerías de viejo y los puestos de La Lagunilla en busca de ediciones coloniales y de las novedades más antiguas. Lo más inexplicable, lo que los bibliófilos no atinan a comprender, es que compraba los libros para leerlos. Recorriendo librerías se hizo amigo de libreros legendarios como Ubaldo López Casillas y el gran don Fernando Villanueva, quien puede dar testimonio de que todo lo aquí dicho es verdad. Pronto, entre los libreros corrió el rumor de que por ahí andaba un enanito que tenía el encargo de construir una biblioteca para el Mago de Oz.
Guillermo fue precoz. Aprendió a leer mucho antes de entrar a la escuela, a los cinco años se salió de su casa, fue condecorado por el presidente Adolfo López Mateos a los ocho, a los nueve ya tenía bigote, a los diez ya tenía amoríos, a los doce fue asesor de la Presidencia, a los trece consejero del Departamento del Distrito Federal, a los quince terminó con la escuela y a los dieciocho se jubiló para dedicarse a escribir. Se rasuró el bigote a los treinta.
Pero vayamos por partes.
A la edad de diez años, Guillermo Tovar trabó amistad con Felipe Teixidor, Francisco de la Maza, Luis González y González y don Antonio Pompa y Pompa. El erudito Francisco González de Cossío le enseñó paleografía, al punto de que puede leer manuscritos del xvii con fluidez. Esa etapa de su vida no transcurrió en la colonia Roma, ni en la colonia Condesa, ni en la colonia del Valle, sino en la Colonia a secas (es decir, en la era colonial, en el virreinato de la Nueva España). Todos los días desayunaba un chocolate de exclusiva receta y unos bizcochos elaborados por las monjas de la congregación de las Carmelitas desnudas. A los catorce decidió convertirse en benefactor colonial y donó a la Iglesia un óleo del pintor Baltasar de Echave Ibía, que había encontrado en las bodegas de las Galerías La Granja. Guillermo se enteró que ese cuadro había estado originalmente en el templo de la Profesa y, durante más de un año, juntó todos sus domingos para poder pagar el cuadro que hoy se puede apreciar en un altar, cerca de la entrada. Los curas, agradecidos, le pagaron a su benefactor con un año de misas gratis, más cientos de años de indulgencias por pecados cometidos y por cometer. Tras asegurar su entrada al Paraíso, Guillermo decidió amortizar su donación y para ello llevó una vida de pecado y desenfreno literario; se volvió ateo practicante, fanático del amor libre y orientalista. A pesar de su inequívoca pasión por las mujeres, los grandes amores de su vida fueron Schopenhauer y Nietzsche (después de tener sus devaneos con Carlos Marx, Federico Engels, Rosa Luxemburgo y Carlos Castaneda, claro está). Sabía mucho de filosofía. Un día me aclaró que Schopenhauer no se traduce como “hora del shopping” (o “shopping hour”), sino que era un filósofo muy importante.
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Años mas tarde, en plena crisis por el terremoto que asoló Ciudad de México, en 1985, Guillermo compró la biblioteca de Oro Ortiz, un conjunto de más de cien mil libros que contenía tesoros increíbles y que los recolectores de libros habían pasado por alto ya que ellos son eso, recolectores de libros. En cambio, Guillermo no es un recolector de libros, sino un lector de libros. Por eso pudo rescatar los tesoros de ese conjunto. Ahí encontró el Acta de Tlalpujahua y el Códice Tovar que él donó a Antropología. También donó varios importantísimos documentos de la Independencia y donó los libros religiosos al Seminario Conciliar y lo jurídico a un despacho de abogados.
Junto con Teixidor, De la Maza y González de Cossío, Guillermo entabló amistad con otros escritores, como Luis Cardoza y Aragón y Fernando Benítez (un jovenazo de cincuenta). Como eran los más jóvenes del grupo, Benítez y Tovar se hicieron grandes amigos y se pusieron a armar debates académicos, simposios, bibliotecas y reventones. El autor de El rey viejo le dedicó un libro con esta frase: “A Guillermo, que fue mi maestro hace diez años, cuando él tenía diez años.”
Sin embargo, la gran influencia de su vida fue el escritor Octavio Paz. Este intelectual riguroso y cosmopolita sostenía largas conversaciones con Guillermo, y reconocía en él a la máxima autoridad en arte colonial del país y lo leía y elogiaba (cosa que pocos de sus seguidores pueden decir).
Guillermo fue un estudioso metódico; empezó estudiando la Colonia y cuando terminó se puso a estudiar el siglo xix. Cuando lo conocí ya estaba adentrado en el siglo xx. Cuando acabó de estudiar los archivos coloniales mexicanos, se fue a los Archivos de Indias y después a los archivos de Europa en calidad de “ministro mexicano en los archivos extranjeros”.
Por razones de tiempo, lo nombraron cronista de la ciudad. Por razones de tiempo, despachó el encargo con rapidez e instaló el Consejo de la Crónica.
Poco antes de morir, un desconocido le preguntó a Guillermo a qué se dedicaba y él respondió, campechanamente, “A nada, no hago nada.” En realidad, Guillermo era uno de los investigadores más prolíficos del país. Entre otras cosas, escribió algunos libros y ensayos que hoy son fundamentales para la visión que hoy tenemos de México, entre ellos: México barroco; La ciudad de los palacios, crónica de un patrimonio perdido; El arte de los Lagarto; Miguel Cabrera, pintor de cámara de la reina celestial y El Pegaso.
Llevó su pasión por los libros y su erudición a extremos espectaculares. Juan Manuel Herrera, director de la Biblioteca Lerdo de la Secretaría de Hacienda, me contó que un día Guillermo fue a visitarlos y le afirmó que conocía tan bien la bibliografía novohispana que era capaz de identificar todos los libros coloniales mexicanos hasta por su peso. María del Consuelo Tuñón, incrédula y retadora, le pasó un volumen; Guillermo lo sopesó con los ojos cerrados y dijo: “Es el Burgoa.” Y era el Burgoa. La pasaron un segundo libro; la acción se repitió y Guillermo dictaminó: “Es el Miranda… Tomo ii”.
Así era Guillermo Tovar de Teresa.
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