Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Scerbanenco,
el escrutador
Ricardo Guzmán Wolffer
Para desmitificar a
Gabriela Mistral
Gerardo Bustamante Bermúdez
Else Lasker-Schüler: tan compuesta y a deshora
Ricardo Bada
Molotov: una bofetada
fiera y perfumada
Gustavo Ogarrio
Pushkin: trueno de cañón
Víctor Toledo
Bailar La consagración
de la primavera
Norma Ávila Jiménez
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En qué nos hemos convertido
Emilé Michel Cioran |
Somos fracaso como país. Fiasco social. Hemos permitido a la avidez imponerse a la misericordia y a la avaricia prevalecer sobre la decencia. Dejamos que nuestros gobernantes sean ejecutivos empresariales en lugar de académicos, humanistas o activistas sociales. Herbert Marcuse sostenía en 1966, durante el simposio titulado “Marx y el mundo occidental” auspiciado por la Universidad de Notre Dame, la vigencia de un pensamiento marxista que podríamos fácilmente vincular al México de hoy: en una sociedad de cambio administrado desde la lógica capitalista “donde relaciones sociales entre los hombres se rigen más por el valor de cambio que por el valor de las mercancías y servicios que ellos mismos producen, la satisfacción de las necesidades humanas tiene lugar sólo como un residuo de la producción rentable”. Para los consorcios, las grandes corporaciones trasnacionales y sus personeros enquistados en el variopinto aparato de la administración pública, a los seres humanos, despojados de nuestra única cualidad de consumidores de los bienes o servicios que esos grandes consorcios auspician sólo nos quedarían dos naturalezas o funciones posibles: ser parte de su corpus, ser residuos. Millones de mexicanos sin acceso a educación o trabajo remunerado –preferentemente en la lógica empresarial como empleados del sistema, so pena de ser considerados competencia o agentes patógenos, como los “indignados” o las diversas manifestaciones del movimiento globalifóbico– y sin acceso por lógica consecuencia a servicios asistenciales en un impensable Estado benefactor, estarían condenados entonces a ser eso: escurridura, morralla. En la violenta realidad nacional, nacida de la irreflexiva coerción de un sistema económico profundamente injusto y vejatorio de la dignidad humana en lo particular, esos residuos a menudo terminan siendo carne de cañón en cruentas guerras no declaradas, por ejemplo, la que vivimos aquí desde 2006 y con la que el entonces recién impuesto Felipe Calderón, tratando de validar su espuria presencia en la Presidencia, lanzó contra la delincuencia organizada asumiendo como remanentes factibles de la tragedia lo que entonces llamó, imbécil, “daño colateral”. Residuos. Pero el desperdicio, además del hecho de carne y sangre y la correlación monetarista que horroriza a contadores y economistas cuentachiles que siguen creyendo que lo importante es lo fiduciario y no lo humano, es cultural. Nos hemos convertido en una repugnante cultura de horror y crueldad. Hemos permitido, por todas las razones equivocadas, trucar el México de los paisajes idílicos, la artesanía y el color, en el México formador de asesinos, de psicópatas, de violadores, el que colecciona espeluznantes estampas: los “pozoleados”, los descuartizados, los calcinados, los restos humanos troceados, encobijados, amontonados en fosas comunes que rezuman sadismo y estupidez pero sobre todo una lacerante indiferencia, como si en la indolencia y su consubstancial resignación diéramos a Cioran sustancia, putrefacta carne con qué demostrar su terrible sentencia: “La simetría aparente de las alegrías y de las penas no emana en absoluto de su distribución equitativa: es debida a la injusticia que golpea a ciertos individuos y los obliga así a compensar con su aplastamiento la despreocupación de los otros.” Y mientras se multiplican por ejemplo las desapariciones de niñas y jovencitas por todo el territorio nacional –en las redes sociales circulan miles de gritos desesperados de sus padres y madres– el grueso de la masa ríe, escurriéndole baba, con la bien fabricada oferta de los brazos mediáticos del régimen, principalmente las parrillas televisivas de Televisa y TV Azteca o con festivales musicales de tugurio, o con un cine taquillero y facilón, deslumbrante, ramplón y casi siempre extranjero. Y a los maestros que pugnan por mejores escuelas se les llama violentos. Y a los ciudadanos que en su desespero deciden tomar las armas para defenderse de los delincuentes se les llama rijosos. Y el gobierno golpea a los disidentes y vuelve sobre sus ensangrentados pasos y cobija grupos de choque que de inmediato niega. Y los poderosos que comenten crímenes casi siempre siguen impunes, ricos, felices. Y todo sigue igual, pero peor, porque parece que, volviendo a Cioran, al menos en México “nadie puede escapar de la condena a la felicidad o la desdicha, ni escapar de la sentencia nativa del tribunal funambulesco cuya decisión se extiende entre el espermatozoide y la tumba”.
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