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Ana García Bergua
El diario abierto de Vicente Rojo
Vicente Rojo fue un gran amigo de mi padre y lo conozco desde niña. Para mí ha sido siempre aquel señor de talante tímido que nunca escatimaba una sonrisa de alegría y complicidad para quienes estuviéramos cerca. Cada cierta cantidad de años ha ido desplegando, como un mago, el trabajo realizado en su estudio: sus famosas series –Señales, Negaciones, Recuerdos, México bajo la lluvia, la magnífica Escenarios…–, donde el color habla como si con él se realizara una escritura misteriosa, donde todo parece formar parte del juego de un niño genio que nunca suelta el lápiz. Vicente Rojo es también la r de Ediciones era, y estoy segura de que muchísimos lectores concebimos los libros como él los diseña; el diseño gráfico mexicano de la segunda mitad del siglo XX pasa por su escuela, que ha hecho de las publicaciones algo vivo y sugerente.
Por eso he leído encantada este Diario abierto que edita era y reúne los textos escritos en distintos momentos, en muchos casos a partir de las respuestas dadas en entrevistas diversas. La Carta a Paul Westheim que ilustra la portada –una especie de historia del arte de bolsillo–, me hace imaginar también las historias que relata Vicente en este libro: la salida de Barcelona cuando era pequeño, con una última visión del Paseo de San Juan, la luz de México que lo impresionó (“en México encontré la libertad –o al menos, mi libertad)”, el ambiente de la Imprenta Madero en los años cincuenta, sus maestros Arturo Souto y Miguel Prieto, el Palacio de Bellas Artes donde trabajó muchísimos años, Fernando Benítez y los suplementos emblemáticos de los sesenta y setenta, los amigos de su generación o el gato Fritzi (testigo, junto con el hijo de Paul Klee, del instante en que el pintor alemán y su esposa “tocaron sonatas de Bach y de Mozart para significar el día y la libertad”, y a quien Vicente hubiera querido encarnar para poder compartir ese momento privilegiado). Tantos y más “cuadritos” que formarían la vida del creador y que seguramente andan por ahí transformándose en sus obras, recorriendo las Tés inimaginables de la serie Señales, derivándose en los flujos vigorosos de México bajo la lluvia o estallando en esos volcanes de Escenarios que son como rompecabezas, en tantos cuadros pintados por Vicente Rojo a lo largo de una vida. Cuenta Vicente que cuando empieza a pintar “me enfrento a quince telas o más… Trabajo siempre en rotación, de modo que con gran movilidad las formas que surgieron en un cuadro a veces puedan ir a terminar en otro” y así imagina uno esta pintura incansable que a la vez es una manera de escritura también, por la manera en que salta y se mueve de unas a otras posibilidades, en aquel estudio donde “me acompañan algunos objetos: unos lienzos blancos, pinceles, colores, papel de lija, trapos sucios, zapatos viejos, la necesaria música, algunas imágenes impresas fijadas con tachuelas a la pared, y uno que otro libro. Mientras, en otros lugares, los auténticos modificadores siguen insistiendo, y con éxito, en cambiar la vida y/o el mundo”.
Debemos hacer constar que este libro es pequeño, de brevedad diríamos monterroseana, pero también es grande pues, como digo, toda una vida y una obra respiran en él. Es tan generoso este libro, que no sólo vive en él Vicente, sino también muchos de sus amigos más queridos y apreciados, como Manuel Felguérez, Arnoldo Kraus, mi padre ya mencionado o Rafael López Castro, entre otros, y es muy conmovedora la manera en que está todo dispuesto, un poco como un collage. En un apartado especial, Vicente nos explica la génesis de sus grandes series pictóricas e incluye algunas reproducciones. Y por si fuera poco, hay también muchas ideas que dejan al lector impresionado, como ésta, con la que termino agradeciéndole todo lo que nos da en este pequeño y enorme libro: “La obra de arte es una meditación que no tiene fin: esta meditación es una llama para el artista. Pero estoy convencido de que este fuego sólo se puede encender si el artista tiene los pies bien puestos en la tierra y lo deja arder. Es decir, a partir de una idea que siempre me ha inquietado, tiendo a practicar lo que creo que Borges llamó ‘una imaginación rigurosa’. Pienso que si no existieran los árboles en que se posan, los pájaros no sabrían que vuelan. Si no tuvieran ese punto de apoyo que es la rama estarían simplemente girando en el aire y su vuelo carecería de sentido.”
Vicente Rojo, los pies en la tierra, la obra en vuelo.
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