Hugo Gutiérrez Vega
Terence Rattigan en Broadway
Para Fuensanta
Hacía tiempo que sir Terence Rattigan no aparecía en las carteleras de Broadway. Ahora la produción del Old Vic londinense de The Winslow Boy lo ha traído de nuevo a la Gran Manzana. Las candilejas de la memoria del público de la olvidadiza y novelera ciudad de ese show bussines que abominaba Arthur Miller se encendieron y la crítica recordó a sir Terence, a su teatro con personajes de la alta clase media británica, a sus chispeantes diálogos y, fundamentalmente, a sus obras que fueron tan vistas y admiradas en las décadas de los cincuenta y los sesenta. Me refiero a The Browning Version, a The Prince and The Showgirl, The Deep Blue Sea y, sobre todo, la muy famosa Separated Tables.
Sir Terence, muerto a los sesenta y seis años de su edad, es un modelo de constante éxito y de habilidad en la construcción dramática y en la belleza de su prosa que se manifiesta en diálogos exactos y muy bien enmarcados, en un lenguaje lleno de fuerza lírica e ingenio británico. Ese ingenio que, desde la época de Wilde, da su verdadero significado a las palabras y las enmascara en el juego de las paradojas, entendidas éstas como formas de enriquecer a la dialéctica.
Sir Terence nació en Londres, estudió en Eton, en Harrow College, y dio un dorado punto final a su carrera entre las enredaderas de los patios del Trinity College oxfordiano. Después de tales perfecciones de fondo y de forma, se fue a Londres y se dedicó por completo a la vida teatral y a sus variados reventones.
Lindsay Posner dirige la puesta en escena de The Winslow Boy en el American Airlines de Broadway. Roundabout y el Old Vic patrocinan esta nueva aventura de una obra que pertenece por completo a la Inglaterra eduardiana, a los remanentes del “honor” victoriano y a los horrores y los contados aciertos de instituciones tan caducas y neurotizantes como la familia tradicional. Esta discutible y, por todos conceptos, revisable institución social (la “primera célula” de las instancias socializadoras, según la retórica tradicional) salva su honor manchado por una acusación de robo hecha a uno de sus miembros, un insoportable adolescente expulsado de una escuela de la Marina Real. El padre, para librarlo de la acusación, mueve todas sus influencias, contrata a un eminente abogado, arruina a la familia, pero, al final, ve su honor restaurado. Afortunadamente, sir Terence da a los personajes la carga de buen humor necesaria para huir del melodrama y para evitar, en el caso de la puesta en escena que estoy comentando, que la señora Mastrantonio, intérprete de la señora Winslow, cayera en la tentación de convertir en gritona madre napolitana a la ponderada y a veces lloriqueante esposa del barrio de Kensington.
Buena y respetuosa del texto y de la tensión espiritual buscada por Rattigan es la puesta que ahora se lleva a cabo en medio de musicales hechos sobre machote y llenos de los lugares comunes de un Broadway que, de vez en cuando, nos entrega teatro de arte y de reflexión. De regreso a la casa de mi hija y su familia, pen-sé en Rattigan, en los eduardianos que veían cómo el imperio se caía a pedazos y en la moral victoriana y su terrible sentido del honor. Sir Terence me puso a pensar. Eso es lo que el teatro debe lograr a través de la emoción y del funcionamiento de las neuronas atontadas por tantos lugares comunes, por la manipulación comercial y por la vulgaridad sensiblera que chorrea melaza en las pequeñas pantallas.
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