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Ana García Bergua
La buena voluntad
Hubo una vez una generación que vivió en los años sesenta y setenta cosas que la marcaron hasta quedársele grabadas en la personalidad. Una generación joven e ilustrada, llena de esperanza y buena fe, imbuida con la fantasía de que, de alguna manera, estaban transformando el mundo (y sí lo estaban haciendo) para convertirlo en un lugar mejor (eso se volvió muy complicado). Una generación de jóvenes que experimentaban con todo, que vivían en comunas a veces, que iban a estudiar o a perderse en Europa, que viajaban a Nicaragua a hacer la revolución, a Cuba a vivir La Revolución, que acogieron como sus hermanos a los refugiados de las dictaduras chilena y argentina, que estudiaban y admiraban a los pueblos indígenas y su pureza, y comían hongos y ascendían a comer peyote con los huicholes en la Semana Santa. Que vivían con plenitud y naturalidad la especie de refundación del mundo que ocurrió en algunos círculos durante los años sesenta, que basaban sus relaciones en pactos de confianza mutua alejados de los convencionalismos, que no sabían bien de qué irían sus vidas. Una generación que practicó como pudo la ligereza, la libertad sexual, la alegría, la experimentación de todo tipo de experiencias y sustancias, a veces con resultados desastrosos, a veces con una ingenuidad desesperante, pero de alguna manera sí, es cierto, el mundo no fue el mismo después de su llegada.
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A esa generación pertenece Héctor Manjarrez, uno de nuestros más importantes narradores, quien en su libro más reciente –Anoche dormí en la montaña (ERA, 2013)– parece realizar una especie de ajuste de cuentas memorioso e inventivo con estos personajes coetáneos suyos que lo han acompañado en muchos de sus libros, si no es que en todos (pienso, por ejemplo, en Ya casi no tengo rostro y La maldita pintura, entre los más o menos recientes). Libro de relatos que reconstruye toda una mentalidad perdida a golpes de real politik, sus habitantes son en su mayoría mujeres entrañables en la búsqueda de ese algo más que está en ellas y en el mundo, más allá de los cuerpos, las ideologías y las máscaras: la inglesa surgida de la nada que inventa una amistad sin ataduras, los amantes que se ligan con nombres falsos en la Nicaragua sandinista, Florencia la cineasta que viaja a La Habana llena de ilusiones, Amalia la refugiada de la dictadura argentina que nunca abandonará su acento, entre otros. El cuento de "Florencia en la Habana" es especialmente terrible en su construcción de una muchacha de izquierda llena de fe y el encontronazo con las realidades amargas de la dictadura “socialijta”, pero hay también en estos cuentos una especie de homenaje a la buena voluntad de quienes han creído en esas utopías, lejos de la sátira descarnada o la burla de la inocencia. Los personajes de estos cuentos somos, fuimos, nosotros, y el narrador hila finísimo en este empeño por lograr en la vida una coherencia que amparara toda una serie de deseos personales y aspiraciones sociales. Pero quizá el cuento más notable de todos, prodigioso en la factura y en el ambiente verdaderamente enrarecido que construye es el que da título al libro, “Anoche dormí en la montaña”. Se trata de un relato dividido en seis relatos autónomos pero a la vez hilados, como en una pequeña novela, que van contando la experiencia de la antropóloga Concha, una mujer como Florencia, menos inocente quizá, que por primera vez asiste a la Semana Santa en la sierra huichola ya no como espectadora, sino como participante en el ritual. El relato es, entonces, una especie de viaje con diferentes estaciones en las que Concha se pierde y se reencuentra varias veces en la experiencia y en los recuerdos, en el espacio del caserío en las alturas de la montaña que habitan los indios pero también una serie de visitantes locales y extranjeros –incluido un equipo de televisión–, al punto de que todo, de repente, adquiere la tonalidad difusa y marciana de una película de Werner Herzog. Y mientras tanto Concha se encuentra con un hombre y se desencuentra con otro, observa una ceremonia un poco escalofriante con una niña, viaja en peyote, lee la carta de un antiguo amante, busca su nahual, busca su nombre. La voz narrativa va pasando de un estado a otro, del interior de Concha al exterior, trasladando el viaje narrado al viaje leído con la destreza y la naturalidad que sólo pueden lograr la paciencia y el oficio de un gran escritor. Con este libro, el lector también duerme en la montaña.
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