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¡Sálvanos, Timothy Treadwell!
Para Armando González Torres
En 2005 se estrenó el documental Grizzly man, dirigido por Werner Herzog, que muestra la vida de Timothy Treadwell, ambientalista y documentalista que registró su convivencia con osos grizzly en el Parque Nacional Katmai, en Alaska, durante trece veranos continuos. Su objetivo era sencillo: proteger a los osos de los humanos. Sin embargo, él y su novia murieron devorados por uno de los osos que protegió a lo largo de más de una década. Hay quien encuentra paradójica su muerte; yo lo veo de otra manera: vivió como oso y murió como uno de ellos (los osos suelen practicar el canibalismo cuando la comida escasea). Pero lejos de la polémica que su fallecimiento suscitó, lo que más llama la atención del comportamiento de Treadwell es el uso de las palabras para comunicarse con los osos: más allá del gruñido o el grito, Timothy “les hablaba” y los osos “entendían” (excepto en su trágico desenlace). Seguido también por zorros, Timothy no sólo hablaba con los animales; en un verano en el que las lluvias no habían sido lo suficientemente abundantes para enriquecer las aguas de los ríos, y proveer así de peces a los osos, en un estado de éxtasis, comenzó a invocar a los dioses de distintas culturas: “No creo en Dios pero, Cristo, Alá, esa cosa flotante hindú, ¡necesitamos la chingada lluvia para estos animales!” Al día siguiente una gran tormenta comenzó a caer sobre la zona y el oso Treadwell agradeció: “Soy un humilde siervo del señor, soy un discípulo de Alá, soy el más ferviente seguidor de la cosa flotante. Se ha producido un verdadero milagro, está lloviendo…”
La misteriosa conexión que establecemos con un animal o con cualquier ser vivo (incluyendo las plantas) parece devolvernos la sensibilidad que en algún momento, entre la codicia, la indiferencia y la inconciencia, perdimos. En su poema “A un perro herido en la calle”, William Carlos Williams expresa: “Soy yo,/ no la pobre bestia tirada/ gimiendo de dolor/ que me regresa a mí de golpe/ como el estallido/ de una bomba, una bomba que /devasta al mundo./ No puedo más/ que cantarlo/ y eso alivia mi dolor. […] Recuerdo también/ un conejo muerto/ que yacía inofensivo/ en la mano abierta/ del cazador./ Mientras yo/ lo miraba/ sacó su cuchillo de caza/ y con una carcajada/ se lo enterró/ en los genitales./ Casi me desmayo.” Y esa terrible “carcajada” es la que, muchas veces, nos motiva para alejarnos de los hombres que, causando dolor y matando cuando no tienen hambre, rompen el equilibrio que a la naturaleza le ha costado miles de años.
Tanto en el caso de Timothy Treadwell como en del William Carlos Williams, la palabra, que muchos presumen como la gran diferencia entre el mundo animal y el humano, es el vehículo, la sustancia que resana lo que se rompió entre el origen y el hombre, un puente de regreso a aquellos días en los que el ser humano vivía en comunión con la naturaleza.
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