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Moneda del Ejército Constitucionalista con la frase: “Muera Huerta” |
Belisario Domínguez: política con dignidad
Bernardo Bátiz V.
Belisario Domínguez es un personaje que parece sacado de una tragedia griega. Pierde la vida en octubre de 1913, hace ya cien años, a manos de sus verdugos, en el antiguo cementerio de Xoco y en la margen izquierda del Río Churubusco, a las afueras de Ciudad de México. Su paso por el primer plano de la historia de nuestro país es meteórico pues apenas unos meses había ocupado la escena como actor principal, aunque sin duda su vida personal debió ser intensa y rica.
Estudió la escuela primaria en Comitán, en su natal estado de Chiapas, y después en San Cristóbal de las Casas, en el Instituto Científico y Literario que ahí había; después viajó a Europa y se hizo médico en La Sorbona. Regresó, ya con su título profesional en las manos, no a la capital del país y ni siquiera a San Cristóbal; regresó a su pequeña población de origen, donde se ocupó del ejercicio de la medicina con amor a sus semejantes, sencillez y entrega. Empero, sus vecinos y paisanos no le permitieron seguir esa vida noble y sin muchas alteraciones –quizá un parto difícil o una cirugía de emergencia. Buen ciudadano, inspiró confianza y pronto le encomendaron actividades políticas que nada tenían que ver con su vocación primordial de médico de pueblo.
Belisario Domínguez |
La historia es la maestra y tenemos que aprender de ella. ¿Qué puede significar hoy, para nosotros, la conducta plena de desinterés, de dignidad y de indignación de un hombre como Belisario Domínguez, médico, senador de la República, que a sus cincuenta años de edad expone su vida y la pierde luego por un discurso, una catilinaria dura y certera en contra del tirano que gobernaba entonces y que no nombraré?
La hazaña, el sacrificio, son actos ejemplares de dignidad ciudadana –¿quién lo duda?–, y de valor civil; una lección para los mexicanos de entonces y para nosotros hoy, en especial para los legisladores. ¿Qué debe hacer una persona con un cargo de representación nacional frente al gobernante que llega al poder mediante una traición y gobierna fundado en la fuerza, en la mentira y el desprecio a los gobernados? ¿Y qué frente a un gobierno que representa una ignominia para el país?
Para entender cabalmente lo que entonces sucedió, recordemos el clima social de aquellos tiempos, los precedentes terribles, trágicos; el talante del presidente espurio y sanguinario al que se enfrentó Belisario Domínguez y que no nombraré, y también al esbirro, igual de sanguinario, colega de nuestro héroe en la ciencia médica y, al final, su verdugo.
El presidente conocido después como el Chacal había rendido al Congreso su informe de labores el 16 de septiembre de 1913. ¿Qué informó? Habló de las relaciones internacionales, de la deuda pública, de la escuadra estadunidense en el Golfo de México, de la reorganización del cuerpo de rurales, de los caminos carreteros y, especialmente, de algo de su gusto: la reforma al Estado Mayor del ejército, del aumento de las “bocas de fuego”, de transportes militares y otros temas similares.
Ni una palabra sobre lo importante; el campo asolado, la pobreza generalizada y la Revolución en su contra, que ya se extendía por todo el país. Por supuesto, nada dijo sobre la tragedia de unos meses atrás, en la que él fue verdugo principal: la Decena Trágica, la injerencia del embajador de Estados Unidos, Henry Lane Wilson, y mucho menos habló de Francisco I. Madero y de José María Pino Suárez, sus víctimas, a quienes había traicionado y sacrificado apenas unos meses antes del informe mentiroso y omiso el 22 de febrero de 1913.
Coincidencias con nuestros días, así se dio la noticia en la primera plana de los diarios: “Es asaltada la escolta que lleva a Madero.” ¿Y quiénes mueren en ese asalto? ¿Los de la escolta? ¿Los atacantes? No, los escoltados, el presidente y el vicepresidente, supuestamente cuidados por unos y aparentemente buscados por otros para salvarlos. ¡Ellos son los que mueren! ¿No es admirable? Hoy estamos acostumbrados a noticias como ésta: en pueblos lejanos y en carreteras, atacan y emboscan a los policías, a los soldados, a los marinos (aún no decimos marines), y los que mueren no son los emboscados y sorprendidos sino los atacantes. Admirable.
Victoriano Huerta en 1912 |
La sangre llama a la sangre. El nuevo drama en el que Belisario Domínguez es héroe y víctima no es menor que el de febrero. En éste, en la tragedia del senador chiapaneco, dos médicos representan los papeles principales.
Uno gobierna Ciudad de México por encomienda del presidente espurio, es médico como Belisario Domínguez, pero traiciona su juramento de curar y salvar vidas. Igual que su jefe, el Chacal, que traicionó a Madero, este médico que no cura sino asesina fue actor también en otro drama vergonzoso: el 26 de marzo del mismo 1913, ebrio, en medio de una bacanal en un lugar público, ordena que lo acompañen treinta gendarmes –ya había gendarmería– y, con esa fuerza armada a sus órdenes, va a la cárcel de Belem, saca de su celda al joven general de veinticuatro años, Gabriel Hernández, y sin más lo fusila, sin juicio y en medio de injurias y maldiciones.
Ese médico asesino fue uno de los actores participantes en el drama de marzo, precedente de cobardía y ferocidad que bien conocía don Belisario Domínguez; el presidente era igual o peor. Los antecedentes de los hombres del poder no eran algo desconocido para Belisario Domínguez: sabía de la ferocidad, la cobardía, la maldad de quienes serían sus verdugos, a quienes acusaba y desafiaba.
A pesar de saber bien a quiénes se enfrentaba, el 23 de septiembre entrega su discurso escrito al presidente de la XXVI Legislatura y pide la palabra para decirlo en la tribuna. Ahí declara que el presidente tiene un criterio egoísta y feroz –lo cual es cierto–, y agrega: “Es un presidente intolerante que mata y manda matar.”
Califica el informe recién leído por el usurpador como algo lleno de falsedades, al gobierno lo tacha de ilegal y se pregunta, ante la crisis política, ¿a qué se debe esa situación? Se refiere al caos del país, a la Revolución en marcha, al hambre... Se trata de un legislador en su papel de pensar e indagar, de plantear interrogantes. La respuesta valiente la da él mismo, certera e impecable: “Primero –dice–, a que el pueblo no puede resignarse a tener como presidente de la República al soldado que se apoderó del poder por medio de la traición y cuyo primer acto al subir a la Presidencia fue asesinar cobardemente al presidente y al vicepresidente, legalmente ungidos por el voto popular.”
Al militar sin conciencia le echa en cara y le reclama su felonía; le recuerda que Madero ascendió en el escalafón del ejército a su futuro asesino, le otorgó su confianza, le dio el mando de tropas, lo colmó de reconocimientos y, a pesar de todo, con increíble ingratitud y perversidad, éste lo encarcela, lo engaña y finalmente lo mata.
Belisario Domínguez concluye nada menos que exhortando a la representación nacional, al Congreso del que forma parte, a que deponga de la Presidencia al tirano, y argumenta y advierte, para mover a sus compañeros a que se decidan a actuar con dignidad, que el mundo está pendiente de su voto.
La respuesta que le dan los poderosos fue, primero, negarle la palabra en la Cámara de Senadores, ni siquiera poner a debate el asunto, tratando de acallar al senador, quien debió publicar su discurso casi clandestinamente, que es como finalmente llegó a conocerse. Si no puede hablar ante sus colegas senadores, hace pública su denuncia; ni se conforma ni se amilana.
Unos días después la respuesta es definitiva: asesinarlo. Pero ¿quién lo hará? El héroe era un médico de pobres allá en su lejano Comitán de las Flores, donde además cumplía su deber de ciudadano participando en política. Al regresar a su villa natal, su pueblo le otorga cargos públicos locales y luego lo hace senador suplente; entonces viaja a México y se hospeda tranquilamente en el Hotel Jardín de la capital. La sucesión de hechos que integran el drama se inicia con la muerte inesperada del senador propietario, y Domínguez, el médico de Comitán, ahora senador suplente, sin buscarlo ni quererlo tiene que asumir el papel de representante de su estado en la cámara alta del Congreso y lo hace a plenitud; acepta cumplir su encomienda y su destino.
Quien encabeza a los que lo privan de la vida es también médico, según se dice –el pueblo siempre sabe, siempre se entera–, y mutila su cadáver cercenándole la lengua para presentarla como un trofeo a su amo en prueba del cumplimiento de la nefanda encomienda. Se trata del médico traidor, servil, adulador del peor presidente (hasta entonces) que México había tenido, que en el ejercicio de su profesión sólo se ocupaba de pacientes poderosos, adinerados e influyentes.
Madero y Huerta |
Al correr del tiempo, la historia –que es justiciera y no cuenta por instantes ni por días lo que sucede a las naciones–, puso en su sitio al usurpador, declarándolo para siempre el prototipo de la maldad, la infidelidad y la traición, y a su servil sicario más abajo todavía que su superior.
En cambio, la historia recuerda al ciudadano pleno de dignidad, al médico de pueblo, altivo, consciente de su deber; rememora al que exigió el derrocamiento del tirano, y que, con espíritu democrático profundo, pidió a sus colegas senadores que asumieran a plenitud sus facultades como representantes de la nación, que tuvieran valor civil y decretaran la deposición del cargo del presidente asesino.
La lección es clara: hoy, ante la inminencia de un gran atropello a la dignidad de la nación, a su economía, a la soberanía de México, cuando los legisladores de nuestro tiempo deben votar, es primordial y congruente volver los ojos a la figura de Belisario Domínguez. Debemos preguntarnos: ¿qué podemos esperar de estos legisladores de hoy? ¿Se comportarán como el médico patriota y valiente enfrentando al tirano, o serán como el médico servil y traidor que lo asesinó? El héroe de esta historia se jugó la vida; los congresistas de nuestros días, que a lo sumo se juegan el cargo o sus ventajas materiales, ¿qué harán?
Pronto lo sabremos. Esperemos que los legisladores de nuestros días, que exaltan a Belisario Domínguez otorgando una medalla con su nombre, ante el intento de volver a entregar el petróleo a los extranjeros, al menos algunos, a cien años de la tragedia, lo recuerden, sigan su ejemplo y salven su propia dignidad y la del Congreso del que forman parte. La responsabilidad es de ellos; el deber de exigirles y recordarles la historia, es nuestro. Que el senador Belisario Domínguez sirva de inspiración.
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