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Ilya Repin, León Tolstói en el bosque,1891 |
Tolstói
en su prosa íntima
Selma Ancira
La idea de acercarme a los diarios de Lev Tolstói se remonta a mis años de estudiante en la facultad de filología de la Universidad Estatal de Moscú. En los seminarios de literatura, fui descubriendo poco a poco a un Tolstói apasionante. Impredecible. Un día lo veía en medio de una batalla en Crimea y al siguiente segando el heno con los campesinos. Otro día me enteraba de que había aprendido el oficio de zapatero y poco después de que estaba estudiando griego para leer a Homero. Me sorprendían sus minuciosos exámenes de conciencia y, también, que hubiese perdido su hacienda por deudas de juego. Tolstói se revelaba una y otra vez como una personalidad llena de contradicciones, desmesurada y seductora. Ahí, en la Universidad, me enteré que había llevado un diario a lo largo de más de sesenta años y también de que había escrito miles de cartas a cientos de destinatarios. Mucho tiempo después pude, por fin, gracias a una serie de felices coincidencias, entregarme a los diarios y a la correspondencia de Tolstói.
Para mí era un reto reducir a cuatro los cuarenta y cinco volúmenes que de prosa íntima existen de Tolstói. Un reto y una aventura que se perfilaba extraordinaria. Una y otra vez me preguntaba: ¿qué debía conservar de aquellos miles de páginas?¿Qué me había quedado de la lectura de aquellos escritos que, aunque reservados, son parte de la obra de Tolstói? Y la respuesta era: un retrato espléndido del escritor. Un retrato en movimiento, que va cambiando, que se va modificando con los años… Un autorretrato de una fidelidad sorprendente.
Las distintas entradas del diario y las cartas, todas, se me figuraban las teselas de un inmenso mosaico en el que poco a poco va emergiendo un Lev Tolstói de cuerpo entero.
Y así, me puse a elegir las piezas del rompecabezas que darían forma a ese retrato en miniatura, intentando no alejarme del original y tomando siempre en cuenta al lector al que iba dirigido. Porque mi objetivo principal era que los lectores en lengua española pudieran acercarse a la controvertida figura de Tolstói no sólo a través de sus novelas, sino acompañándolo en sus andares, que pudieran conocerlo mejor y, por tanto, comprenderlo mejor. Que tuvieran la posibilidad de rastrear qué ocurrió entre el Tolstói joven que se deleitaba con el espectáculo de la guerra y el Tolstói maduro, apóstol de la no-violencia. Entre el cazador apasionado que se jactaba de haber matado faisanes, osos y perdices y el vegetariano convencido. Que pudieran seguir sus pasos por el sendero que lo llevó a la excomunión y acompañarlo en sus disquisiciones, sus reflexiones, sus mil y una pasiones…
La imagen que Tolstói va esbozando de sí mismo en su prosa íntima se compone de elementos de dos tipos: por un lado, los autorretratos explícitos y, por el otro, apuntes muy breves, trazos, que van desvelando rasgos de su carácter y de su personalidad. Y así, “la vida exterior” y “la vida interior” del autor de La felicidad conyugal se van entrelazando como si de un aria para dos voces se tratara.
El autorretrato en las cartas y en los diarios comienza muy pronto, cuando Tolstói tiene apenas diecinueve años. El 7 de julio de 1854, por ejemplo, leemos la descripción que de sí mismo hace en su diario: “Soy feo, torpe, desaseado y desprovisto de educación mundana. Soy irritable, aburrido para los otros, inmodesto, intolerante y tímido como un niño. Soy casi un ignorante. Lo que sé lo he aprendido a duras penas, de manera intermitente, sin ilación, sin sistema y además es muy poco. Soy intemperante, indeciso, inconstante, estúpidamente vanidoso y arrebatado, como toda la gente sin carácter. No soy valiente. Soy negligente en la vida y tan perezoso que la ociosidad se ha convertido para mí casi en una costumbre insuperable. Soy inteligente, pero mi inteligencia todavía no ha sido nunca puesta a prueba de forma seria. No tengo una inteligencia práctica, ni una inteligencia social, ni tengo inteligencia para los negocios. Soy honrado, es decir, amo el bien y he cultivado en mí la costumbre de amarlo; y cuando me desvío del bien, me siento descontento conmigo, y vuelvo a él con gusto; pero hay cosas que amo más que el bien: la gloria. Soy tan ambicioso y este sentimiento ha sido tan poco satisfecho, que con frecuencia temo que si tuviera que elegir entre la gloria y la virtud elegiría la primera. Sí, no soy modesto; por eso soy orgulloso por dentro, y vergonzoso y tímido por fuera.” Cito sólo un fragmento de la larga epopeya que Tolstói hace de sí mismo ese día.
Treinta años más tarde, cuando ya era el reconocido autor de La guerra y la paz y Anna Karénina entre muchas otras obras, el 3 de mayo de 1884, anota en su diario: “Me siento triste. Soy un ser insignificante, lamentable, inútil y todavía pendiente de mí mismo. Sólo una cosa es buena, que quiero morir.”
La mayor parte de las veces, sin embargo, no añade sino una pincelada: “no cambiar continuamente la conversación del francés al ruso ni del ruso al francés”, por ejemplo, o: “Hace cuatro días que no he probado ni el azúcar ni el pan blanco y me siento muy bien.”
Este tipo de anotaciones y otras, como: “Me he vuelto un apicultor apasionado”, o: “¿Sabe que durante mi última estancia en Moscú me puse a aprender escultura?” van afinando, retocando y enriqueciendo la figura de Tolstói.
Sus lecturas, sus viajes, las relaciones con quienes lo rodeaban, su escritura, su muy peculiar manera de entender la religión, su constante preocupación por la pedagogía reflejan una búsqueda constante. En los Diarios y la Correspondencia del apóstol de Yásnaia Poliana, la vida cotidiana se entrelaza con la literatura.
Dije al principio que Tolstói era impredecible. Sí, lo era. Y también era fascinante y desmesurado y contradictorio. Estudiaba hebreo, y cosía zapatos, y segaba el heno, y montaba a caballo, y daba clases a los niños campesinos, y abominaba de Beethoven y de sus propias novelas, y lloraba de alegría al ver amanecer, y luchaba con sus demonios, y leía y comentaba sus lecturas, y viajaba, y escribía, y como un peregrino recorría Rusia a pie, pero sobre todo pensaba y se observaba y buscaba siempre la conciencia en un constante ejercicio de la verdad. Así, disonante en su armonía, es el retrato que Tolstói hace de sí mismo en su prosa íntima.
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