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Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Paco Ignacio Taibo II,
el desmitificador
Marco Antonio Campos
Cartas de amor en venta
Vilma Fuentes
Tres poetas
Las cuatro vidas de
Enzo Battisti
Fabrizio Lorusso entrevista
con Cesare Battisti
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una cultura comunitaria
Carmen Parra entrevista con Leoluca Orlando, alcalde de Palermo
ELOÍSA Y SU Príncipe:
un premio para los
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Esther Andradi
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Verónica Murguía
Como un hongo
A Dana
Tengo que confesarlo: carezco de espíritu corporativo. El esprit de corps de los franceses, el team spirit, la lealtad al grupo. Como Groucho Marx, a quien venero, aun hoy no querría pertenecer a un club en el que me admitieran. Prefiero andar sola y aparte.
Quizás se deba a que, cuando iba en primaria, debido a mi torpeza fui invariablemente la última en ser escogida para formar parte de los equipos.
Recuerdo claramente a las capitanas que se enfrentaban en el gallo-gallina, en medio de patio polvoriento, para saber quién sería la primera en elegir. A pesar de que siempre tuve amigos con quienes me quería apasionadamente, nadie me seleccionaba. Con razón. Era un lastre. Le tenía pavor a la pelota de básquet; corría como si alguien me hubiera atado un zapato con el otro; al jugar spiro, la pera me noqueaba; en las escondidillas, mi destreza para buscar escondrijos funcionaba en contra mía, ya que el juego podía prolongarse demasiado mientras yo me adormilaba dentro del bote de la basura (no quiero ni imaginar las explicaciones psicoanalíticas de mi decisión de esconderme allí, o en sitios afines, como detrás de las escobas, el trapeador y las jergas). En resumen: era una papa enterrada. Mi familia, además, era del modelo disfuncional atomizado: nuestro lema era “cada chango a su mecate”. Mis papás andaban juntos en una liana trenzada; los hijos, cada uno en la rama de un árbol distinto.
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Conjeturo que esa es la razón por la que no soy nacionalista, no pertenezco a ningún partido político, no practico como se debe ningún credo religioso, no le voy a equipo alguno y me dan ganas de correr cuando veo a más de cien personas juntas. Se puede –yo los soy–, ser intensa y solitariamente de izquierda, feminista y pacifista. Adoro a mis amigos, pero ni modo, detesto la chorcha.
Cuando he trabajado en una empresa, en el momento fatal en el que mi jefe, jefa o supervisor me sugería “ponerme la camiseta”, yo descubría que era hora de coger el suéter y abandonar la chamba.
He ido, sí, a manifestaciones colectivas importantes para mí. Marchas, contadísimas, y que me han definido: contra Bush, prozapatistas, antidesafuero, por la paz con justicia y dignidad. Bien pocas, pero allí reconocí afinidades esenciales y tuve ganas de besuquear a los asistentes.
También he ido a conciertos de rock, que distingo de la experiencia muy privada de ir a la sala de conciertos, hundirme en la butaca y limitarme, en silencio, a escuchar sin bailes ni aspavientos.
En los conciertos de rock fui, feliz y brevemente, una entre miles. Canté a coro, bailé con desconocidos, me dieron escalofríos, todo eso. Pero, ay, el público prendió los encendedores y se pronunciaron –se corearon a grito pelado– las tres sílabas del orgullo injustificado: Mé-xi-co, Mé-xi-co. Entonces lamenté haber pagado el boleto y quise, con toda el alma, estar en mi casa, leyendo una novela policíaca.
Esto tiene un lado tristón. Uno se siente aislado y vagamente insatisfecho. Se sospecha que hay algo estropeado, exiguo y antipático en el centro mismo de la propia personalidad. Como si el ser estuviera de espaldas, perdón por la imagen, mirándose las puntas de los zapatos en lugar de participar del abrazo colectivo. Y la pregunta llega, por más que la esquive: ¿no me estaré perdiendo de algo trascendental? ¿No me lamentaré cuando sea una viejita que ya no pueda ir a fiestas, partidos, funciones, etcétera?
Una imagen en blanco y negro, como de la época de oro del cine nacional, acude a mi mente: el lecho de muerte, una cama blanca, resplandeciente. Ahí estoy, rodeada de mis seres queridos. Entonces, en un murmullo le pido a mi hermana que se acerque y le digo al oído: “Si volviera a nacer, iría a todas las fiestas, aceptaría todas las invitaciones y, como dice el poema falsamente atribuido a Borges, comería más helados.” Fade out. La respuesta de mi hermana, una cartuja más radical que yo, queda en la incógnita.
Esto no es algo que se decida; así se nace. Y quizás mi arrepentimiento no sería oneroso. Tal vez sería como el que me asalta cuando recuerdo las minifaldas que, en el clóset, aguardaban el momento ideal para ser usadas y que no me puse jamás. Lo que antes era cuestión de timidez o pereza, ahora es de pundonor. Lo lamento, pero de forma desganada.
No es un defecto que perjudique a nadie, así que lo dejo estar. La excepción es escribir y desear fervorosamente que alguien lea lo escrito.
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