Hugo Gutiérrez Vega
Discurso de Lagos de Moreno (I DE III)
El camión que recorría los Altos de Jalisco tomaba a velocidad inaudita (40 kilómetros por hora) una curva pronunciada y, ante nuestros ojos expectantes, aparecía la mesa redonda, ese hermoso accidente geológico que es el signo de identidad del valle en que se asienta la muy noble y leal ciudad de Lagos de Moreno. A lo lejos, el caprichoso cresterío de la Sierra de Comanjá acotaba al valle y daba al panorama una belleza original que, con las lluvias, cubría todas las gamas del verde y se alegraba ante la perspectiva de una buena cosecha. Esto sucedía de tarde en tarde, pues el viento chivero se llevaba las nubes y las milpas y los chilares languidecían en la pertinaz sequía. Sin embargo, los campesinos alimentaban la esperanza y, de repente, las nubes negras coronaban las rocas de la sierra, su espesor derrotaba al viento y la lluvia (“la lluvia lenta, la lenta lluvia que se eterniza bajo la tarde que muere en calma...”, decía González León) abundante, pero no tumultuosa, empezaba a caer sobre las plantas que agradecían el regalo del cielo y se dedicaban a crecer pues, como decía un mi tío, “para eso han sido plantadas”. Eso fue para mí el Lagos de la infancia. Fue la espera de la lluvia, el misterio del crecimiento de las semillas, las noches de juegos y rondas en la plaza, los cuentos de “brujas y encantamientos”, la alegría de descubrir todos los misterios del mundo y de la vida y, de repente, encontrarme con la poesía leyendo unos versos de Francisco González León. El poeta hablaba de las manos de la noviecita de la escuela, recordaba el olor a lápiz acabado de tajar que exhalaban, y describía, con una voz humilde y a la vez poderosa, el silencio y el profundo significado de una iglesia en la penumbra o los labios de una monja parecida a una actriz de cine italiano que el poeta vio “bajo el arco lumínico de una convaleciente noche de abril”. Lo conocí en 1944, un año antes de su muerte. Había leído sus poemas y quería conocer personalmente al creador de tan bellas palabras. Hacía tertulia con sus compañeros maestros del liceo del padre Guerra en una banca de la plaza principal. Era muy delgado y frágil, vestía un traje de lustrina negra, camisa con cuello de palomita y corbatín negro. Se cubría la cabeza con un sombrero de ala ancha. Corrí tras él, me le puse enfrente y le dije, con miedo y admiración: “Señor, yo sé que usted es poeta.” Me miró con afecto de abuelo, me acarició la cabeza y me dijo: “Si hijito, pero ya no lo vuelvo a hacer.” Su risa amable me tranquilizó y me ayudo a comprender la agudeza. El anciano poeta seguía el ejemplo de López Velarde que decía: “Yo sólo soy un hombre débil, un espontáneo/ que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo.”
(Continuará)
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