Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
El misterio de la escritura
Mariana Domínguez Batis
entrevista con Vilma Fuente
Marcel Sisniega: literatura, cine y ajedrez
Ricardo Venegas
Eduardo Lizalde:
cantar el desencanto
José María Espinasa
Rubén Bonifaz Nuño,
la llama viva
Hugo Gutiérrez Vega
El naufragio de la cultura: educación
y curiosidad
Fabrizio Andreella
El espectáculo
del presente
Gustavo Ogarrio
Leer
Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Luis Tovar
[email protected]
De ambiciones y prejuicios
He aquí dos filmes que no competirán por “la codiciada estatuilla de La Academia”; que, por ende, no se exhiben en chorrocientas salas ni gozan de amplia publicidad –pagada y de la otra– ni, por otro ende, son apenas mencionadas por la marabunta de opinadores –de los que saben, de los que creen que saben y de los otros –que, siempre por estas fechas, aparecen cual hongos en tiempo de lluvias.
Las ambiciones
Con sólida trayectoria como guionista –La ley de Herodes, De la infancia y El atentado, entre otras autorías y coautorías–, así como una experiencia previa dirigiendo –el cortometraje La tarde de un matrimonio de clase media, en 1997–, Fernando Javier León se hizo cargo de la historia escrita por él mismo titulada La cebra (México, 2011). Claramente instalado en los terrenos de la farsa política, el filme posee atributos que no abundan en la cinematografía nacional; entre otros apúntese antisolemnidad, irreverencia y vocación lúdico-satírica.
Harold Torres y Jorge Adrián Espíndola interpretan –y se les percibe libres, cómodos, disfrutando– a dos personajes con los merecimientos suficientes para formar parte de la mejor picaresca mexicana: sin más ideología que su natural deseo de hacer menos absoluta su miseria secular o, cuando menos, de conseguir que se reduzca su hambre inveterada, un par de campesinos en tiempos de la Revolución decide integrarse al bando que mejores dividendos entregue. En el camino, y por mero producto del azar, encuentran una cebra que, de acuerdo con su imaginación desaforada, puede hacer que el mismísimo general Álvaro Obregón los ascienda de inmediato a coroneles, dado que son los dueños de tan peculiar “caballo gringo”.
Lo que les pasa en el camino es la miga de este cuento deliciosamente tirado de los pelos, en el que su realizador se da el gusto de ridiculizar a un buen número de personajes del poder –no precisamente de los tiempos de la Revolución sino de los que vinieron después, hasta fechas recientísimas. Amén de su eficiente factura en términos de diseño de producción, edición, etcétera, lo mejor de La cebra es el tono: de farsa, como ya se dijo, pero no en calidad de mero ejercicio estilístico –muy bien logrado, por lo demás–, sino como la mejor elección genérica para exponer aquello que pareciera ser el interés nodal del director: el desnudamiento, la puesta en relieve de ese humanísimo sentimiento llamado ambición, con muchas de sus incontables manifestaciones y vueltas de tuerca, como la ya referida de los protagonistas, producto directo de la indigencia y la ignorancia; o la del gineceo adonde, en un momento dado y para su infortunio, estos campesinos –y equívocos, y desopilantes– mercenarios van con sus huesos a parar, y que obedece a las más estrictas razones de supervivencia, lo mismo alimentaria que fisiológico-sexual, en el caso de una miembro del matriarcado. También, y en particular, la ambición patética del delirante piquete bélico que más adelante les cancela toda posibilidad de incorporarse –cosa de todos modos imposible– a las huestes obregonistas. Se trata de un puñado de militares que desgrana sus utopías absurdas literalmente en medio del desierto y que, a diferencia de la ambición de los dueños de la cebra o de la mostrada por esa suerte de autogobierno del clan femenino, se pretende “ilustrada” y a sí misma se concede justificaciones que parecieran sacadas del repertorio habitual de cualquier político encumbrado, de aquellos tiempos y también de éstos.
Los prejuicios
En alguna sala sigue exhibiéndose aún La caza (2012), coproducción danesa-sueca dirigida por Thomas Vinterberg, que logra la combinación inusitada de lo ácido con lo sutil: ácida la crítica que hace del silencioso, tácito, sobreentendido y soterrado armazón de prejuicios a partir del cual las sociedades occidentales –y la que se retrata aquí es una de las más “desarrolladas”– suelen verse a sí mismas en calidad de modelos a seguir, y que en un momento dado están más que dispuestas a sacrificar, o cazar, como bien se propone aquí la metáfora, a uno de sus integrantes, apenas tiene a la mano el menor pretexto para hacerlo. Sutil, porque para hacer este análisis acerbo no apela en ningún momento a sensacionalismos visuales ni verbales, ni a excesos dramáticos de ningún tipo: lo justo nada más, y lo justificable en función de la trama, para desnudar esa otra humanísima costumbre de poner en el prójimo la carga de los defectos propios, para sentirse uno descargado de los mismos.
|