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El misterio
de la escritura
entrevista con Vilma Fuente
Mariana Domínguez Batis |
Foto: José Carlo González/ archivo La Jornada |
Calzada de los Misterios, la más reciente novela publicada por Vilma Fuentes (México, 1949), puede leerse como una introducción a la laberíntica Ciudad de México a partir de la mirada de Pingo, su protagonista, aunque su verdadero leitmotiv es la indagación de las razones por las que la autora comenzó a escribir. Una serie de recuerdos de la infancia de Vilma, radicada en Francia desde hace casi cuarenta años, converge para recrear en el terreno de la ficción las aventuras de una niña en “la doble vida que lleva en dos mundos separados”: el colegio de monjas, en contraposición con la realidad alterna que descubre a través de la lectura. “Las calles, las avenidas, las casas, los edificios, las altas bardas que ocultaban por igual lujosas residencias y terrenos baldíos, los vecindarios, las vastas explanadas de polvo en donde se levantaba una construcción aquí y allá” se convierten en el escenario de la narración. La geografía de una Ciudad de México en expansión durante la primera mitad del siglo XX es explorada por la escritora, quien la considera una “caja de pandora” que muta con el paso del tiempo al igual que el personaje principal. |
–Calzada de los Misterios gira en torno a la idea de cambio, de evolución, tanto de la ciudad como de Pingo, la protagonista. Después de tantos años de vivir en Francia, ¿qué la motivó a narrar una historia en Ciudad de México de aquellos años?
–A principios de los noventa traduje Le vouleur du temps, de Jacques Bellefroid al español. El tema central es cómo se cae en ese vicio que es la escritura, cómo y por qué se decide escribir. Y es una pregunta que siempre me he hecho: ¿por qué esa extraña manía que lleva a transformarlo todo en letras? Ese es el tema central de mi libro; la ciudad es sólo el pretexto narrativo.
–En el pasaje en el que narra cómo aprendió a leer Pingo, menciona “la magia que entrevió en la escritura”…
–Antes de dormir, el padre le lee Las mil y una noches, motivándola a soñar con caballos alados, genios y princesas. Ella cree que el papá es mago y sacude los libros esperando a que salgan los personajes y cuando lo descubre tecleando en una máquina de escribir, porque es periodista, se maravilla con la afirmación: “con esto puedes registrar todo lo que desees y en todas las lenguas”. En el fondo ve algo mágico, un misterio que se abre en otro misterio, como las cajas chinas, en donde nunca hay solución porque esa es la maravilla de la escritura: la búsqueda constante.
–¿Qué simboliza la noción de laberinto en la novela?
–Toda la Ciudad de México es un laberinto que se puede caminar y en donde uno puede perderse. Me gusta mucho el sentimiento de extravío. Cuando voy a una ciudad disfruto perderme. El laberinto más largo del mundo para mí es Insurgentes, que es casi el tema central de todas mis novelas, porque va cambiando de norte a sur, pero si uno va viendo cada casa, cada puerta, hay todo un mundo detrás. Las colonias van creciendo, los terrenos baldíos se van poblando. Además, el laberinto no sólo es físico sino también mental. Es un lugar de posibilidad de extravío: de salir de las rejas de la razón, entrar a un sitio, un universo más libre en donde no hay cortapisas, donde todo es posible, donde el imaginario reina y se pueden imaginar vidas, personas, personajes, situaciones, épocas. Y ese es el extravío de sí mismo que para mí es el secreto del laberinto.
–En la novela describe cómo las monjas del colegio preparaban a las niñas para el matrimonio y ser “buenas esposas”. ¿Cómo escapó usted a ese destino?
–El personaje no soy yo… Hay historias que sucedieron y personajes que existieron realmente; sin embargo, el recuerdo es el recuerdo del recuerdo siempre cambiante. Pero en el caso de que fuera yo… me salvó un deseo de libertad, no sexual ni de otro tipo, sino de pensar por mí misma, de que no me dicten lo que tengo que elegir: la única y verdadera libertad que para mí existe. A partir de ahí se añaden naturalmente todas las demás. Siempre he tenido ganas de ver las cosas de otra manera, lo que hay detrás. Quizá por eso preferí salir del país para darme una distancia y no pensar ni siquiera como los narradores que leo. No es que quiera aislarme, al contrario. Es una idea de libertad, mas no de soledad, que tal vez hubiera logrado en México pero era muy difícil. Fue necesario poner una distancia para que se produjera la alquimia del tiempo que da la perspectiva para escribir.
Siempre he querido escribir, lo cual es una cosa muy extraña. El porqué me lo sigo preguntado y también el para qué. Pude tener una vida muy fácil, haberme quedado aquí, “casarme bien”, como dirían las monjas, tener una casa en el barrio más elegante, tener sirvientes, carros… Todo eso habría sido posible, pero no me interesó ni me interesa. Hoy sigo pensando que tengo la vida delante de mí. Debe ser una cuestión también de libertad, de una gran libertad de pensamiento que ofrece todas las posibilidades, que no cierra los caminos.
–Pingo disfrutaba las lecturas de piratas y mosqueteros. Actualmente, ¿qué historias busca usted?
–Las lecturas me hicieron identificarme con los protagonistas. Pensaba que era un mosquetero o un pirata. Para mí un descubrimiento terrible en la adolescencia fue que yo era mujer. No lo entendía. No podía ser el pirata, estaba destinada a ser la Honorata de Wan Guld de El Corsario Negro, la My Lady de Los tres mosqueteros, personajes que a mí no me gustaban porque eran pasivos o simples.
Al contrario de muchos escritores hombres a los que admiro mucho, como a Salvador Elizondo, que dijo que perdió muy pronto la capacidad de arrebato y ya no leía más que ensayo, filosofía o cuando mucho poesía, yo sigo leyendo narrativa. Puedo releer interminablemente a Balzac, no se diga a Proust. En México, a Pedro Páramo, de Juan Rulfo, tratando de encontrar el secreto... En poesía a Gorostiza o Baudelaire. Releer Oliver Twist, de Dickens con una gran pasión. También la literatura rusa: el humor de Dostoievski.
Escribir es un diálogo con los libros ya escritos, con los muertos casi. Es muy difícil porque la escritura, que lleva al fondo de la esencia, de la pregunta del porqué del ser, de la existencia, no se le da a todo mundo, no es común, sobre todo ahora con la industria editorial en la que se hacen libros y se fabrican, pero no se escribe.
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