Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
El misterio de la escritura
Mariana Domínguez Batis
entrevista con Vilma Fuente
Marcel Sisniega: literatura, cine y ajedrez
Ricardo Venegas
Eduardo Lizalde:
cantar el desencanto
José María Espinasa
Rubén Bonifaz Nuño,
la llama viva
Hugo Gutiérrez Vega
El naufragio de la cultura: educación
y curiosidad
Fabrizio Andreella
El espectáculo
del presente
Gustavo Ogarrio
Leer
Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
Núm. anteriores
[email protected] |
|
El naufragio de la cultura:
educación y curiosidad
Fabrizio Andreella
[email protected]
¿Qué quiere decir educación? La etimología sugiere la necesidad de salir de una condición deplorable gracias a la ayuda de alguien más. Ex ducere, sacar afuera, guiar afuera: así los latinos concebían el concepto detrás del verbo educar. El prefijo ex es fundamental para entender el sentido de la palabra, porque señala que la educación conlleva un recorrido hacia afuera de algo que está adentro. Este simple hecho indica que el acto de educar es una responsabilidad de quien la ofrece más de quien la recibe. |
¿Y cuál es el estilo adecuado para educar? Es la conducta de la partera, nos dice uno de los máximos educadores de la historia, Sócrates. Hijo de una comadrona, Sócrates transforma el arte materno de hacer nacer bebés en el arte de hacer nacer al hombre sabio. Su método educativo es la mayéutica (maieutiké), o sea el arte de la obstetricia. Una obstetricia filosófica que, gracias a preguntas y razonamientos en diálogo, trata de extraer del discípulo su conocimiento personal, sepultado por las opiniones y convencimientos que ha asumido como suyos sin analizar su verdad. El conocimiento, según Sócrates, no se puede enseñar, sino que se ayuda a descubrirlo y desenterrarlo, porque es un estado o una condición del alma. Por eso, con la mayéutica, el maestro (la comadrona) trata simple y pacientemente de sacar afuera la verdad escondida (el bebé) del discípulo (la parturienta). La tarea del educador es entonces guiar el parto de la verdad del discípulo, que es verdad solamente porque es suya.
Que la enseñanza de Sócrates es remota no sólo temporalmente sino también ideológicamente es evidente: hoy en día no es posible desear una educación al estilo socrático, ya que estamos obligados a aprender a pensar con los conceptos y las formas que nos permiten ajustarnos al mundo que nos rodea. Un mundo por esencia conservador que, insistentemente, nos quiere funcionales para la sobrevivencia de sus estructuras fundamentales. De hecho, en la sociedad postmoderna, creatividad (o sea el descubrimiento de los elementos para una creación nueva y original) es una palabra mágica y un talento muy apreciado, y aún más, su expresión se fomenta en todo lo que tiene que ver con formas inocuas y productos redituables, pero es obstaculizada cuando elabora ideas y comportamientos sustanciales que puedan desestabilizar la estructura social. Las continuas alabanzas a la educación técnica y económica memorista, y la dificultad de la ya marginada educación humanística para salir de la erudición narcisista y proponer y afirmar ideas desafiantes, son la prueba de esta deriva u olvido de la educación entendida como mayéutica.
Hoy, educar no es sacar algo que hay adentro del discípulo, sino ponerle algo adentro, introducir en su mente las nociones y las formas de pensar que lo conformen a las necesidades del sistema socioeconómico.
Esta condición servil de los programas educativos ya sería suficiente para generar una reflexión seria y profunda entre políticos, administradores e intelectuales sobre el destino de una sociedad que no favorece la formación de individuos sino de funcionarios. Mas esa importante conquista moderna, que es la educación laica, obligatoria y gratuita para todos, se enfrenta hoy con otra autoridad formativa muy poderosa que ha florecido en particular en los últimos treinta años. Esta institución educativa ha logrado marginar la escuela y meter en sus pupitres a toda la población. Son los medios masivos, en particular la televisión y las redes sociales.
A lo largo de la historia, los sujetos encargados de educar a las nuevas generaciones han sido los padres, los sabios, los gurús, los eclesiásticos, los filósofos y los preceptores. Ahora, los maestros son reemplazados por los programas televisivos y los sitios web. Esta aseveración aparentemente exagerada e inverosímil se sustenta en el simple hecho de que el único conocimiento que nos moldea y nos acompaña por mucho tiempo es el conocimiento que nos fascina. Por eso el maestro verdadero es quien sabe despertar y alimentar la pasión. El conocimiento se filtra en el alma solamente a través de la seducción, y hoy en día el adolescente encuentra al seductor de su intelecto más en las tardes frente a las pantallas que en las mañanas frente a las pizarras.
La seducción –los hombres y las mujeres instruidos en el arte del erotismo lo saben bien– es una manera refinada y lúdica de avivar la curiosidad. Es esa actitud del alma que permite al ser humano salir del reino de lo que ya conoce para zambullirse en las aguas de lo desconocido. Por milenios, la vanguardia de cualquier conquista, la bisabuela de invenciones, exploraciones y descubrimientos –sociales como íntimos– ha sido la curiosidad.
Collage: Marga Peña |
Educación, seducción, pasión, curiosidad: esta es la escalera del conocimiento. Mas en este descansillo de la curiosidad humana no hay solamente la entrada al departamento de la educación. Los medios masivos, que saben despertar la curiosidad, y saben apasionar, seducir y educar en una cierta forma de ver el mundo, tienen también su atractiva puerta en el descansillo de la curiosidad.
Por ende, la curiosidad es una disposición bicéfala: puede ser la balsa frágil y aventurera que nos lleva a los múltiples litorales del conocimiento, o el buque achispado que se empantana en las arenas movedizas del curioseo morboso e inútil.
Hasta la mitad del siglo pasado, los caminos de la educación habían trazado los retratos de las culturas, y en las mentes más abiertas habían fortalecido el valor inestimable de la curiosidad más noble y pura (incluyo en estas mentes también la de Donatien Alphonse François de Sade). Educación proporcionada en forma de instrucciones públicas o esotéricas, artes liberales o artes vulgares, reglas sociales o normas interiores... conocimientos que permiten al joven novato que asoma la cara por la puerta de la comunidad e instalarse en el mundo, concentrarse en lo que lo rodea, aventurarse en el descubrimiento de su identidad y contribuir al bienestar material y espiritual de la sociedad que lo ha criado.
Es claro entonces que la educación, concebida como suministro de nociones o como mayéutica que libera la verdad interior (per via di porre o per via di levare diría ese extraordinario autodidacta que fue Leonardo da Vinci), es un bien común que se transmite entre seres humanos. Esta transmisión es la esencia misma de la educación que, para sedimentarse y ser fructífera, necesita despertar la curiosidad.
Sin embargo, los aparatos tecnológicos audiovisuales capturan la curiosidad de las nuevas generaciones del homo videns (G. Sartori) que, vuelto pasivo por las pantallas anestésicas, pide a las pantallas mismas estimularlo y a la vez apagar el estímulo, ofreciéndoles como víctima en sacrificio su atención desorientada.
Una mirada desapasionada y sincera nos devuelve la imagen de los medios masivos como el instituto pedagógico preponderante de la postmodernidad que está planteando la sociedad futura a nivel antropológico, social y relacional. No habría ningún problema si esto fuera un escenario intencional, planeado y con objetivos claros, clasificados como esenciales para el crecimiento de la sociedad y de los individuos. Sin embargo, si descartamos las teorías conspirativas, no vemos ningún proyecto educativo en los medios.
Tenemos un sistema formativo mediático muy poderoso, que no tiene ningún plan educativo y que, sin embargo, adiestra a sus numerosísimos discípulos, casi la población mundial entera, para… ¿qué? La respuesta la dan nuestras yemas de los dedos cuando, con el control remoto o con el ratón, en un zigzagueo sin fin, llevan nuestra atención a cultivar la curiosidad trivial, el curioseo sin dirección, para aturdir la mente en un nirvana de leve y constante excitación. Esta vibración neuronal es provocada por “noticias” o “eventos” que no necesitan una reflexión, sino solamente una afiliación maquinal e impulsiva a una congregación de anónimos consumidores de la misma sustancia. Información que nunca se transforma en conocimiento.
Si la curiosidad es la gasolina que antes de la revolución audiovisual llenaba los tanques del conocimiento –metafísico o empírico poco importa– ahora, diluida y convertida en curioseo, alimenta el chisme, el fanatismo y la ociosidad hambrienta de junk food visual. No es difícil imaginar cuál es el papel de la televisión en esta envilecida desviación de la curiosidad hacia lo inútil. Puedo afirmarlo con amarga certeza, ya que tengo frente a los ojos las ruinas morales y los escombros antropológicos de veinte años de televisión italiana sometida al dominador de la política de mi país. Los italianos hemos comido felizmente la basura mediática vomitada en nuestros hogares: barata, alegre, sexy, americanizada. Así, los valores inyectados en nuestro cerebro han destruido todos los elementos comunitarios, depositando en los corazones y en las cabezas solamente aspiraciones individuales.
Este genocidio ético y cultural ha dejado un paisaje postbélico donde los individuos deambulan como sombras hechizadas, pisando los cadáveres de las ideas más nobles de la civilización; vagabundean como pepenadores que inhalaron el pegamento de las incesantes promesas del teleduce, rastreando el basurero de las ilusiones en búsqueda de su fabuloso El Dorado privado. Así, los italianos nos descubrimos, de repente y sin arrepentimiento, egoístas y sin sentido cívico. Fueron suficientes veinte años de constante y progresiva desviación de la curiosidad.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras la Iglesia católica urdía lo necesario para que aquel tirano democrático que demolía la riqueza nacional y tenía una vida privada incontinente y humillante para la dignidad femenina, defendiera los intereses económicos eclesiásticos y la doctrina moral pública.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras la izquierda nacional ergotizaba y se dividía, hundida en su obtusa y perezosa soberbia.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras los acoquinados partidarios del neoliberalismo cerraban los ojos frente al uso ad personam de las leyes del Estado para defender e incrementar el monopolio de la comunicación televisiva.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras los intelectuales à la page, desde sus torres de marfil, se entretenían lucubrando sobre los programas televisivos que abobaban a las masas, y discutiendo filosóficamente sobre la postmodernidad que avanza.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras los empresarios se aprovechaban de la nueva moda ética que legitimaba la evasión tributaria y el uso privado de dinero público, gracias a esa frasecita mágica –“Yo le doy trabajo a mucha gente”– que vuelca la realidad –“Mucha gente le da su trabajo a los empresarios”.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras las clases subalternas gozaban de la abundancia excrementicia de escándalos y telenovelas, de tetas y futbol (piezas maravillosas del edén masculino antes de su mercantilización), acostumbrándose a las agruras estomacales y a la fetidez del aire hasta no percibirlas más.
Me pregunto si los mundos político, eclesiástico, empresarial y mediático mexicanos tienen conciencia de los daños que puede ocasionar a su país y a sus mismos intereses el naufragio cultural de la sociedad en la pereza cerebral y en el vacío ético de la televisión basura. Sí, claro, desde el punto de vista de la realpolitik, un público es mejor que un pueblo, un consumidor es mejor que un ciudadano, un simplón es mejor que un crítico exigente. Empero, la devastación antropológica que una televisión populista, cínica, amoral y oportunista puede ocasionar a una nación, es aún peor que el aturdimiento político de sus ciudadanos tele-hechizados. Con unos medios deshonestos se pueden ganar las elecciones, pero con unos medios que además bombean chatarra emocional y miseria racional se pueden también destruir la cultura y los valores que mantienen a un pueblo unido bajo su bandera.
Como decía Albert Einstein antes de la invasión de la televisión basura: “No tengo talentos especiales, sólo soy apasionadamente curioso.” En efecto: juntas, pasión y curiosidad, le dan vida a la inteligencia. Así pues, maestros de primaria, que nos acogen cuando la llama de la curiosidad es todavía inmaculada; profesores de la universidad, que nos encuentran cuando la pasión por el saber es todavía libre de avaricias; poetas, que nos abren el portillo secreto del silencio acompañándonos en su reino encantado; amantes, que iluminan con un golpe de luz inesperado el cuarto oscuro del alma, quemando todas las imágenes inútiles con las que nos rodeamos: por favor, todos ustedes, ayúdennos a reubicar la curiosidad en el corazón y en la cabeza, como Sócrates nos había enseñado.
|