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El Gran Hipócrita
Es quizá infinita la hipocresía de esa hidra con cuerpo de gobierno, sus vasos comunicantes una intrincada red de complicidades turbias; su espíritu de permanencia la intocabilidad de la corrupción como usos y costumbres eternos; una dura coraza de impunidad y cinismo la histórica piel que la cubre; la represión como respuesta a clamores populares de legalidad y justicia en garras y colmillos con uniforme, tolete y tanqueta; una gran variedad de ponzoñas en las muchas tintas y plumas (y cámaras y micrófonos) con que se la arropa y justifica en sus quintacolumnistas cabezas de medios masivos, entre las que destacan las acromegálicas, injustamente ventajosas testas del duopolio falsamente competitivo de Televisa y TV Azteca. En ambos, cuerpo podrido y cabezas monstruosas del esternópago que se supone que existe para gestionar que los habitantes de este país seamos felices, pero precisamente provoca el efecto contrario, se repite cada cierto tiempo el mismo irritante esquema de los valores morales –sacados indirectamente de absurdos conservadores como el catecismo de Ripalda, ese conjunto de conveniencias que solemos clasificar como “buenas costumbres” o la distrofia moral que supone el andamiaje comercial de esa aberración mediática llamada Teletón, encaminada a facilitar la evasión fiscal a los emporios televisivos– como insignia de ese presunto mejoramiento colectivo de nuestras a menudo precarias condiciones de vida.
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Los valores, nos dicen así, mencionados en conjunto de genéricas medicinas sociales, nos salvan de la barbarie. Pero vivimos en la barbarie como nunca lo imaginamos ni siquiera desde la Decena Trágica. La padecemos muchos, demasiados mexicanos en mayor o menor intensidad, desde la futilidad del embotellamiento causado por obras mal hechas –en las que suelen estar implicado el sobrino del compadre del licenciado como proveedor del municipio, de la delegación, del gobierno federal– hasta la horrenda tragedia del asesinato, el secuestro, la violación, la desaparición que muchas veces desembocan en el anónimo pudridero de una fosa clandestina o común, y tiene, si no nombres y apellidos –uno de los puntos débiles del aparato es que las víctimas tengan eso, cara, pasado, parientes, cariño–, sí una cifra horrible: más de ochenta mil en cinco años y medio.
En el discurso público, diseminado por los medios masivos y más que ninguno por la televisión, brotan palabras como solidaridad, progreso, lealtad, honradez o nobleza, pero luego se contradice la proclama en programas producidos para embobar a la gente (y adoctrinarla con algún disimulo falso) y cuyo contenido es esencialmente violencia verbal entre familias sacadas del lumpen, la institución de la infidelidad conyugal como función circense, la promiscuidad expuesta como espectáculo de lo que la misma televisión rastrera ha fabricado con etiqueta de “famosos” o “celebridades”: cualquier pendejo (bueno, analfabeta más o menos funcional, para dispensar el epíteto del misántropo), cualquier lagartona cazafortunas que salga a cuadro semidesnuda, haciendo que canta, diciendo que es actriz o histrión, jurándose que un zangoloteo febril es danza coreografiada; cualquier mediocre que suele aparecer en pantalla con micrófono enfrente es personalidad epónima de la farándula, a la que se la supone estúpidamente una suerte de clase aparte, de nobleza mediática. Y ni qué decir de la cotidiana manera en que la realidad arrebata su propia estafeta a la versión que desconstruye la televisión. Increíblemente –hablemos, si se quiere, de un homenaje cruel a la pluralidad–, el mismo país que dio cuna, asilo, vida o inspiración a los Flores Magón y Zapata, al doctor Atl, a Diego Rivera, a Jorge Ibargüengoitia, a María Rojo, Carmen Mondragón, Carlos Monsiváis, Ernesto de la Peña, Elena Poniatowska o el clan Taibo, ha parido engendros como Emilio Azcárraga Milmo o su yúnior, los primitos Salinas con su dadivoso primo y padrino Salinas de Gortari, Jacobo Zabludowsky, Raúl Velasco (o su primito del alma, Miguel Alemán), Lucía Méndez, Carmen Campuzano, Patricia Chapoy o cualquiera de sus vulgares versiones de más de lo mismo, de futbol como elemento de distracción, de guapas y bellos de telenovela, aunque sean de silicona, toxina botulínica y libretos de absurdo. De personeros de la mentira y la corruptela disfrazadas de seamos felices, prendamos la tele y olvidemos el resto. Porque ese resto, a escondidas, siempre es negocio. Y allí, en el cochino dinero, está el origen de nuestras desgracias.
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