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Para leer a William Ospina*
José María Espinasa
Cuando hace ya unos buenos veinte años empezamos en México a leer la poesía de William Ospina, en un renacido interés por la poesía del país de Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, que incluía sus textos junto a los de algunos compañeros suyos de generación, como Juan Manuel Roca, Santiago Mutis Durán, Samuel Jaramillo, pocos –o más bien ninguno– nos imaginaríamos el desarrollo que su escritura tendría en el futuro. Pero como suele suceder con las lecturas afectivas y afectuosas, la impronta de esa primera vez permanece en todas las siguientes. Yo no me imagino de otra manera a William que como poeta, por más que otros libros suyos hayan conquistado un mayor éxito de crítica, el favor del público y hasta los elogios con reservas de alguna que otra gran figura.
El poeta en su sentido más radical es lo que campea en todas las páginas que Ospina ha escrito, ya sea la crónica, la novela, el ensayo o algún otro género anfibio que no sabemos bien cómo definir. El poeta, además, inscrito a un cierto desencanto alegre, si se me permite una paradoja que casi se vuelve oxímoron. ¿A qué me refiero? A que allá por los primeros ochenta el poeta había asumido que su deber era nombrar el mundo que se caía a pedazos, incluso si constataba que siempre se había estado cayendo, aunque ahora los pedazos eran más grandes y nos cayeran encima. No era fácil, pues también se había aprendido la lección que el propio desencanto nos había enseñado: cantar el dolor se puede volver un oficio y el poeta volverse plañidera.
Por eso en algunos casos, como el de Ospina, la poesía se alejó tanto del sinuoso neobarroco latinoamericano amenazado no con mirarse el ombligo sino con convertir al ombligo en ojo, como del intelectualismo abstruso y la poesía con buenas intenciones. Ospina era inteligente sin presumirlo, era profundo sin oscuridades, sabía nombrar la experiencia sin acumular diccionarios, establecer un diálogo sin servilismo con los maestros, ser pues poeta al fin como se debe. Lo fue entonces y lo sigue siendo ahora que sus registros se han ampliado y multiplicado su público.
En sus ensayos sobre los poetas y la poesía colombiana reunidos en un reciente libro aparecido en el FCE, reflexiona y describe las obras de los poetas colombianos que más le han interesado y con o sin conciencia se describe también a sí mismo. Por ejemplo, al hablar sobre la sinceridad, ese valor tan conflictivo para la modernidad, señala que Juan Manuel Arango: “Ve en el lenguaje un instrumento íntimo y conmovedor para interrogar la extrañeza radical del mundo, para vivir nuestro destino de asombro y de gratitud, para expresar lo que somos y asumir nuestra complejidad.” Yo diría de él lo mismo y sin dudar. Y no es sólo porque al leer a otros poetas uno también lee lo que cree que debe ser la poesía, sino porque Ospina reconoce el viaje o la tarea colectiva que el escritor asume: recuperar, por ejemplo, esa condición de la sinceridad real, no retórica. Al igual que antes recuperar la necesidad de una patria o matria literaria depurada de los afanes ideológicos de otro tiempo. Y no porque piense que la literatura no tiene ideología, sino porque sabe que todo, incluso la literatura, tiene ideología.
Cuando habla de que se está haciendo tarde para el hombre, plantea un problema fundamental para el arte, al que considera una faceta subrayadamente humana, pues si lo inhumano se expresa en esa tardanza, significa que en efecto es tarde para el arte. Los poetas en tiempo de miseria sobre los que se pregunta Hölderlin, y cuya misma pregunta respondía a su para qué. Hay que recordar que sólo se hace tarde cuando tenemos prisa. Entonces ¿qué significa escribir?, ¿es inhumano lo que hacemos al crear o al buscar una sociedad más justa?
Esa preocupación ya estaba presente en aquellos libros no tan lejanos que nos deslumbraron en los ochenta –Hilo de arena, La luna del dragón, El país del viento y ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?– aunque sea más evidente en Ursúa y El país de la canela, sus frescos narrativos más recientes–, búsqueda de refundación de un continente narrativo, refundación que los novelistas latinoamericanos tienen que hacer cada día, pues son a la vez parte de Occidente y un “Oriente” accidental, nuevo, descubierto inmemorial, pero en realidad nunca del todo fundado.
Voy a decir algo un poco extraño. Al escribir En busca del tiempo perdido, Los Buddenbrook y Ulises, Proust, Mann y Joyce son un poco novelistas latinoamericanos. Refundan Occidente, un Occidente oriental. Y si me pongo radical, diría que ya Cervantes sabía que su obra era americana. La coincidencia del descubrimiento de América con el nacimiento de la novela moderna como género nos permite verlo como ligado a esa condición más de descubrimiento que de novedad. No es el único escritor de su generación que evolucionó de la poesía a la novela: lo hicieron también Piedad Bonnet y Darío Jaramillo, los tres de manera notable.
¡Cuál es la manera en que Ospina marca la ruta narrativa actual? libros como La flor de la canela señalan esa voluntad de restaurar el continente imaginario/encontrado que es América. A sus poemas nerviosos de los años ochenta, que podríamos caracterizar de antiépicos, capaces de nombrar lo más propiamente personal e individual, los sucede una narrativa coral, bajtiniana se diría, en que es el continente el individuo, es lo colectivo lo que fundamenta. Hay lenguas, creo que especialmente las indoamericanas, que no tienen palabra para nombrar la soledad, porque el concepto les parece inverosímil y por lo tanto no existe. Sin embargo, Ospina es claramente un hombre de su tiempo, ese tiempo en que es tarde para el hombre. Pero si el concepto de soledad no existe, no podemos hablar de hombre, sino de hombres –el plural cambia su sentido. Yo creo, como él pensaba o intuía hace veinte años, que es tarde para el hombre, pero no para los hombres.
*Fragmento del texto leído en Ciudad Juárez durante el festival Letras en el Bravo,
en el contexto de un homenaje a William Ospina.
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