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Combate
Leandro Arellano
Quién sabe si todo tiempo pasado fue mejor o el refrán es sólo una sentencia honda de nuestra literatura. Pero es innegable que encierra un consuelo, que nos atenemos a esa sabiduría cuando las dificultades nos agobian. Lo mismo ocurre con el porvenir, cuando el futuro nos niega perspectivas menos azarosas. Y lo que disponga la psicología en esa materia es territorio movedizo, vista la complejidad de los procesos mentales.
El caso es que en los albores del desarrollo de la televisión en México, la programación mostraba –además de conocimiento– amabilidad y cortesías con el televidente, de las que carece el presente. Se ensayaban entonces los primeros pasos de la industria, por lo que distaba de ser el monstruo en que se ha convertido. Como a toda invención humana, la novedad y cierta candidez le abonaban un aire afable.
Al iniciarse la década de los sesenta del siglo pasado, destacaba una serie que mantenía cautivados a los niños de la cuadra los domingos por la noche. No todos los hogares contaban con televisor entonces, por lo que nos turnábamos en casa de alguno. Se trataba de un programa bélico –fresca como estaba aún la segunda guerra mundial– en impecables tonos blanco y negro, bien que en la última temporada introdujeron todos los colores y con ellos, creo, se perdió parte de aquella belleza, una dosis de nostálgica realidad.
Era una producción de la cadena ABC de Estados Unidos, que se proyectó de 1962 a 1967. Se asegura que fue el programa más largo transmitido por televisión: la serie la constituyeron un total de 152 episodios y pretendía honrar a la infantería del ejército estadunidense.
Años más tarde se nos fue revelando la excelencia de aquel programa y de los nombres de quienes crearon aquel portento, que entre otras cosas desmiente la afirmación de los medios venales de que los niños o cualquier persona común no poseen capacidad para elegir. No contábamos en la niñez con guía alguna que nos indicara que aquello valía la pena, nada que no fuese el puro y natural sentido común, la intuición humana elemental.
Su creador fue Robert Pirosh, un director y guionista estadunidense que obtuvo un Globo de Oro en 1949, y estuvo nominado al Oscar un par de veces, además de que colaboró algún tiempo con los hermanos Marx. Varios directores de los episodios que constituyeron la serie alcanzaron fama mundial, participando también en otras series o dirigiendo películas para el cine: Robert Altman, László Benedek (Perry Mason, Los intocables), Richard Donner (El fugitivo, Kojak), Ted Post (La ley del revólver, Perry Mason, Columbo), Sutton Rolley (Perdidos en el espacio, Viaje al fondo del mar) y otros.
Jóvenes todos, desconocidos aún para la pantalla cinematográfica y exveteranos de la segunda guerra mundial la mayoría, por allí desfiló también cualquier cantidad de actores que luego alcanzarían fama mundial: Lee Marvin, John Cassavetes, Telly Savalas, Dennis Hopper, Sal Mineo, Frankie Avalon, Robert Duval, Charles Bronson, James Coburn, James Caan...
Un poderosísimo atractivo lo representaba, sin duda, el que la acción se desarrollara en el corazón de la Francia ocupada, en cuya extendida campiña o añejas aldeas –más de algún episodio se filmó efectivamente en suelo galo, hasta donde me alcanzan las noticias–, aquel reducido pelotón realizaba misiones de reconocimiento o inspección, patrullaba caminos, rescataba información o se adelantaba a cumplir tareas de rescate.
El pelotón estaba formado por escasos seis o siete soldados, comandados por el sargento Saunders o el teniente Hanley; el resto del elenco incluía invariablemente a Kerby, Caje, el Doc y Little John, además del invitado o la invitada especial –en ocasiones era una mujer y la protagonista. Varios actores o actrices franceses o alemanes se sumaban al reparto central de la serie. No es posible recordar quiénes los doblaban al español, pero la sobriedad y pureza de sus voces permanecen fijas en la memoria. Igualmente se halla en el recuerdo la clave con la que se comunicaba la patrulla por radio: “Jaque mate, rey dos, aquí torre blanca, cambio...” Una bayoneta estilizada anunciaba con voz grave el nombre del programa.
Vic Morrow, el sargento Saunders, cobró fama con ese personaje, bien que no tuvo igual fortuna en el cine. Padeció una muerte atroz en 1982, a los cincuenta y tres años, pues fue degollado por la hélice de un helicóptero mientras filmaba una acción bélica. Morrow es el padre de la actriz Jennifer Jason Leigh. Con Rick Jason, el otro protagonista mayor, quien hacía el papel del teniente Hanley, se alternaba o compartía los papeles centrales. Ambos eran neoyorkinos. Jason –Jacobson en la vida real– hizo teatro y participó en algunos filmes y otras series de televisión, pero, igual que Morrow, su papel en Combate es el más memorable. En algún momento trabajó bajo la dirección de Orson Wells, y murió en 2000.
Una visión especial envolvía a aquella serie en la que, con mostrar las realidades de la guerra, privaba una imagen que no trivializaba ni exageraba la crueldad, lo cual no obstaba para que se exhibiesen la miseria y la grandeza humanas, en seres que se esforzaban por mantener su humanidad en medio de la barbarie.
Cada episodio portaba un título revelador, que una voz modulada anunciaba con emoción: El voluntario, El frente olvidado, Un día de junio, Patrulla nocturna, El prisionero, El francotirador, El soldado silencioso, Vendetta, Batalla, El duelo... son algunos de los episodios que recordamos. El tema musical era tan contagioso como el silbidillo de la película El puente sobre el río Kwai. Leonard Rosenman, su creador, hizo también los soundtracks de Al este del edén y de Rebelde sin causa.
Tiempos menos triviales aquellos, en la serie la fortaleza y el valor humanos alcanzaban destellos de epopeya. Los personajes bien podían compararse con los afanados héroes que sitiaban o defendían la amurallada ciudad de Troya, hombres sometidos a las pasiones humanas y al capricho atroz de las deidades.
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