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La vida, una calle que sube y que baja
El otro día le dije a mi mujer, en la cuesta de Brockville, que un poco de ejercicio no nos haría mal. Dejamos el coche sobre la avenida y emprendimos la aventura. Lo de menos es decir si llegamos con la lengua de fuera o no. Lo importante es que por el camino encontramos gente de todo tipo: ancianos, niños, jóvenes. Tuve una revelación súbita. Los jóvenes subían la cuesta sin agobio, mientras que los viejos tenían que apoyarse en una baranda. Pasaba lo contrario con los ancianos que bajaban. Aunque no lo hacían chiflando, por lo menos se les notaba cierta entereza. Los jóvenes que bajaban lo hacían, por supuesto, corriendo. Pensé que si la vida fuera una calle que sube y que baja, lo mejor era que nos tocara subir la cuesta de jóvenes, para que no se nos hiciera tan dura la empresa, y lo duro que hubiera que pasar lo pasáramos con dos piernas firmes y una cabeza bien desempolvada. Entonces la bajada sería una aventura menos desoladora. Llevaríamos, como los ancianos que bajaban por mi costado, el mentón erguido y, a saber, una mirada como la de aquel que acaba de ganar una cruenta batalla. |