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Opuestos que no lo son
La segunda y la penúltima secuencias de El principio de la espiral (2010), primer largometraje de ficción dirigido por el mexicano Rafael Rangel, son literalmente una y la misma, y aunque tal condición daría pábulo a pensar en un extenso ciclo que de este modo estaría abriendo y cerrando, en el presente caso –y, por cierto, no paradójicamente, como se verá más adelante– resulta todo lo contrario: la figura/estructura circular, en términos no sólo narrativos sino también conceptuales, ha sido abandonada y su lugar ocupado por el trazo espiral, de modo que, a semejanza del dibujo paradigmático de Paul Klee –el célebre “caracol” intersectado transversalmente por una línea recta, en lo que de este modo se convierte en el medio exacto que lo divide pero, maravillosamente, no lo simetriza–, origen y destino en efecto pueden ser vistos como si fuesen idénticos pero, más complejo y de mayor importancia que dicha igualdad formal –verdadera o ficticia, producto de la realidad o solamente del ojo que la escruta buscando comprenderla–, es el hecho de que toda paridad de atributos que se da, como en el caso de la espiral de Klee y en el de El principio..., en términos absolutos, acaba impidiendo el discernimiento cabal de la naturaleza más íntima de los elementos que componen la dicotomía en cuestión; en este caso, la compuesta por los conceptos principio-fin, origen-destino, alfa-omega. O quizá, mejor dicho, no impide su discernimiento sino que empata sus condiciones y atributos a tal grado que la dicotomía termina convirtiéndose en una unidad perfecta y, por consiguiente, deja de tener sentido hablar de opuestos absolutos.
Así pues, comienzo y final no sólo parecen o se ven, sino en efecto son idénticos, y en El principio de la espiral esta interpretación ontológica es trasladada y aplicada a muchos otros planos, que son los que le dan cuerpo y consistencia al largometraje.
Entre el Bosco y Nietzsche
La dificultad implícita en sostener el largo aliento en una película claramente cargada al concepto y a la idea, más que a la anécdota, es enfrentada por Rangel precisamente con el desdoblamiento en diversos pares de opuestos que comparten con los antes mencionados la condición de identidad alcanzada a través de una disparidad que, como en el mundo real, siempre acaba resolviéndose en una similitud total, es decir una que incluye tanto a la forma como al fondo.
Recurrencias visuales, reiteración de encuadres, persistencia en el empleo de una paleta cromática saturada de tonalidades frías, le confieren a El principio... una atmósfera al mismo tiempo obsesiva, ominosa y cargada de un dolor que se adivina intenso. No casualmente, la cinta abre citando a Nietzsche cuando éste se refiere a los abismos que de tanto mirarlos acaban ellos, los abismos, mirándolo a uno. Tampoco casualmente, la secuencia inicial arranca con una visión fragmentaria de El jardín de las delicias, el endemoniadamente hermoso cuadro de Hieronimous Bosch. No es producto del azar, desde luego, que el protagonista de la cinta se llame precisamente Jerónimo y que sea el dibujo una de las pocas manifestaciones que se permite a sí mismo para darle a conocer al mundo exterior qué es lo que pasa por su mente. Menos azaroso es el hecho de que Jerónimo viva sin vivir o esté muerto aunque su corazón siga latiendo–“tú no estás vivo. No pudiste matarte pero no estás vivo”, es lo que su madre (una Carmen Beato sobresaliente) le espeta a Jerónimo en un momento de hartazgo–, aunque su cuerpo, quién sabe si también su alma, sigue realizando acciones que, así sean mínimas, alteran de manera fundamental ese mundo exterior del que Jerónimo pareciera haber sido expulsado definitivamente.
Más de un guiño cinematográfico de ésos que a Muchagente le encanta reconocer cuando los pepena –y cuando no, bien que se guarda de hacer la mínima mención–, pero sobre todo una interesante recreación del espíritu lyncheano, que le permite solucionar con gran fuerza visual y dramática la dicotomía sueño-vigilia experimentada por el protagonista, se añaden a la carga formal y temática de esta cinta ambiciosa, de ésas que Uno agradece cuando llegan, igual que vasos de agua refrescante a mitad del estío, a enriquecer una cartelera llenecita de miasma. El principio de la espiral estuvo programada en la Cineteca Nacional y tuvo en ella un paso de verdad fugaz, pero cabe esperar –iluso que a veces quiere ser Uno– que aquélla no haya sido la única oportunidad para que el público se desempache de enminifaldadas perras atrapadas en un salón y hermanos de narcos mexicanos en Irak.
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