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Foto: Paulina Lavista |
Salvador Elizondo: el último proyecto
Roberto Gutiérrez Alcalá
Para Paulina Lavista
Son poco más de las ocho de la mañana del miércoles 29 de marzo de 2006. Salvador Elizondo acaba de morir. Su cuerpo inerte yace boca arriba encima de la cama de la habitación que durante más de cuarenta años ocupó en su casa de la calle de Tata Vasco, Coyoacán, en Ciudad de México. De ahora en adelante, quien quiera referirse al autor de Farabeuf o la crónica de un instante, El grafógrafo y Camera lucida, entre otros libros, lo hará necesariamente desde la perspectiva del sobreviviente, del que ha quedado en esta orilla del río...
Pero tres días antes, Elizondo dejó todo dispuesto para que su último proyecto –quizás el más ambicioso– se echara a andar sin contratiempos apenas él emprendiera el viaje final.
En efecto, mediante una variopinta red de cables y electrodos conectados, por un lado, a su cabeza y, por el otro, a un complejo artefacto diseñado por él mismo y en cuyo extremo opuesto hay una puntilla de metal sobre un rodillo de papel –y, ante todo, aprovechando el hecho comprobado científicamente de que el cerebro humano es capaz de permanecer en funcionamiento hasta quince minutos después de la muerte del cuerpo–, Elizondo pretendía dejar testimonio escrito de su postrer tránsito hacia la nada.
Elizondo puede estar satisfecho: movida por los aún vivaces impulsos eléctricos de su portentoso cerebro, la puntilla de metal empieza a dibujar sobre la blanca superficie lo que poco a poco se perfila, con nítida claridad, como una palabra...
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