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Hugo Gutiérrez Vega
Recordando a Eduardo Suárez
Don Eduardo Suárez era, en el mejor sentido del concepto, un hombre de su tiempo. Había llevado una vida plena, alegre, trabajadora y, ya cerca de los ochenta y cinco años, cumplió su última tarea en el Servicio Público: embajador ante el Reino Unido. Fui su consejero cultural y compartí con él largas, entusiastas, aleccionadoras tardes de plática bien sazonada con sus recuerdos y enriquecidas por una memoria especialmente ordenada y selectiva. Me hablaba de sus funciones como secretario de Hacienda de nuestro estadista mayor, el general Lázaro Cárdenas; de sus arduas negociaciones en los días gloriosos de la expropiación petrolera, de su amistad con Cordell Hull y con el astuto y cordial embajador Josephus Daniels, de sus constantes viajes a Washington, de las compañías petroleras y de sus abogados mexicanos, del libro que El Águila, la firma británica encargó al gran novelista Evelyn Waugh. Se titulaba Robbery Under the Law y tenía como único objeto desprestigiar al gobierno y al pueblo de México, y defender los derechos (sic) de la compañía británica. Waugh, arrepentido de haber vendido su pluma a los empresarios colonialistas, devolvió el generoso estipendio que le habían dado y retiró el libelo de los estantes de las librerías británicas.
Don Eduardo sabía administrar muy bien su tiempo y armonizaba el trabajo con los placeres y la lectura que, a lo largo de los años, le otorgó una cultura enciclopédica. Algunos días sonaba el teléfono en mi destartalada oficina de Halkin Street. Era el embajador que no tenía invitados a comer. “Me amenazan con calabacitas”, me decía y me invitaba a comer para que la excelente cocinera y amabilísima dama que era doña Lucha, su esposa, confeccionará un menú más interesante. Por esos años la embajada mexicana era famosa por sus comidas y por la hospitalidad delicadísima de los embajadores. Doña Lucha hacia un sublime mole negro y, a falta de pulque, lo acompañaba con una champaña muy seca. Su pato pekinés tenía título de ilustre y en alguna ocasión muy especial sirvió chiles en nogada. Sin embargo, su fuerte era la comida de todos los días: fideo seco con queso y chorizo frito, sopa de poro y papa, lentejas con plátano, frijoles refritos en manteca de cerdo, unos opulentos huevos motuleños y, los domingo primeros de cada mes, carnitas, salpicón, cochinita pibil, pámpano empapelado o barbacoa de carnero. Los mercados trinitarios y jamaiquinos de la ciudad surtían su despensa con una buena variedad de condimentos y frutos caribeños y el correo aéreo le permitía tener alimentos mexicanos frescos. Recuerdo a Sir Harold Thompson, presidente de la Royal Society sentado a la mesa oficial y devorando con placer un plato de chilaquiles verdes. Con frecuencia me pedía que lo invitáramos a comer delicias mexicanas. Era, además, un especialista en cerveza y gustaba de la emblemática Victoria.
Un día me contó don Eduardo que, ya cansado de la vida demasiado modesta del funcionario público, y deseoso de gozar de los alimentos terrenales, renunció a la burocracia y abrió su poderoso despacho legal. Fue entonces cuando se enriqueció elegante y moderadamente. Su nueva situación le permitió recorrer el mundo, aprender todo lo que se puede aprender de vinos, licores y comidas de todos los países. Por otra parte, seguía leyendo infatigablemente a sus amados ingleses, Thackeray, Dickens, Galsworthy (Soames, el man of property por excelencia, era su personaje predilecto) y a sus santos franceses, Balzac y Flaubert.
Pienso en el viejo y sabio embajador, en el probo funcionario que para ganar dinero abandonó el servicio público, en el especialista en vinos, en el charlista ameno y erudito, en el embajador amable que ya vivía los buenos momentos descritos por Cicerón en su De senectute.
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