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Toledo el humorista
Ricardo Guzmán Wolffer
Son muchas las razones para reconocer a Francisco Toledo como un pintor excepcional. Quizá la menos comentada sea el humor que subyace en la mayor parte de su producción. Famoso por su origen zapoteco, Toledo gusta de invocar a los animales que son comunes en el Istmo de Tehuantepec, donde Juchitán se ha vuelto un foco de atención artística. La casa de la cultura municipal alberga una cantidad de pinturas de autores mundialmente famosos que ya quisiera cualquier museo. La aproximación a la obra de Toledo puede ser hecha de muchas aristas, pero la que destaca es el humor que refleja una idea local lúdica que, por lo mismo, ha resultado universalmente asimilable.
Tamayo se pronunció claramente por evadir la producción pictórica como reflejo de lo indígena para evitar que la apreciación pictórica oaxaqueña se volviera parte del “turismo cultural”, donde se explotaba lo prehispánico para atraer la mirada mundial sobre su producción. Los resultados perduran. Empero, una mirada a su obra imperecedera, deja un sabor de seriedad intencionada. Todo lo contrario de Francisco Toledo, a quien se le han dado muchos adjetivos, de entre los cuales el de humorista resulta innegable. Ese humor regional, se puede encontrar en otros autores, incluso literarios, de la zona, como el notable escritor Manuel Matus (San Francisco Ixhuatán, 1949), quien con algunas de sus obras como El puro y el tren y El viento es una multitud, ambas de 1989, o Entre las sombras de Monte Albán, 1995, logra retratar las tradiciones orales relativas al humor cotidiano, donde las contiendas de mentiras son comunes y capaces de crear personajes como el Monje que se hace tren con sólo fumar un puro, o con enanas putas que azotan las calles del centro de Oaxaca en un frenesí que torna risible lo cotidiano. El gozo que Toledo trasmina tiene raíces regionales, no sólo juchitecas. Ese mismo humor que se retrata en la obra de Toledo se regodea en temas comunes a todas las latitudes humanas. Su innegable logro es personalizar el ángulo de su afilada mirada.
Experto impresor, dibujante, pintor, escultor y ceramista, en prácticamente toda su producción hay un dejo humorístico que no se pierde ni siquiera en los autorretratos que gusta de hacer, para recordarnos que el que es buen tigre, en su propia casa araña. Hablar de la técnica de Toledo es cosa aparte, pues sus técnicas en la producción son variadas, máxime cuando gusta de la grana cochinilla que se cultiva en los tequios oaxaqueños.
Francisco Toledo,
Autorretrato (soñador), 1996 |
Los motivos principales de su plástica son referidos a la fauna y flora local, como símbolos de la vida que debe ser contrapuesta a una muerte repleta de bromas vitales, de calaveras capaces de colgarse genitales o divertirse a costa de cuanto ser vivo toquen. En ese contraste nacen seres imaginarios que, más que asustarnos, denotan un juego interminable. Ese juego puede referirse a muchos aspectos, no sólo el sexual –aunque éste predomina– y se realza con sus creaciones fantásticas. Mientras, los representativos chapulines se vuelven calaveras que son cabalgadura de una muerte chiquita que se presta al doble sentido para dar contenido a los tantos animales con genitales humanos, que lo mismo polinizan las flores hechas vaginas, que sodomizan a hombres y mujeres. Y no sólo se refiere a los animales de la región oaxaqueña, incluso leones en un circo son capaces de “comerse” a las mujeres. En la iconografía de Toledo pocos salen bien librados, pues con una sonrisa en el pincel, el juchiteco nos recuerda lo animales que somos y cómo, por más que lo intentemos manejar, nuestro sentido orgiástico bulle continuamente en una caravana innegable a Wilhelm Reich. Y no sólo se burla de nuestros instintos, si no de cómo los vivimos. En su producción Los mirones, un par de jóvenes miran cómo en una telaraña muchos labios vaginales voladores supuestamente bovinos. La desmesura en las proporciones y los gestos animales son en sí humorísticos. Al final, su éxito reside en hacerlos humanizados, pues así vemos el espejo de la humanidad que vive en sus instintos más básicos. No por nada en su obra Registro civil los casados y el juez son perros xoloitzcuintles (como los que el propio Toledo posee); o la mujer con cara de pescado expone sus labios inferiores para recordarnos la broma vulgar sobre los humores femeninos y cómo huelen.
El humor de Toledo no se detiene en los regionalismos biológicos. Sin duda el personaje más famoso en la historia oaxaqueña es Benito Juárez, símbolo, entre otras ideas, del progreso y éxito basados en el esfuerzo personal. No sorprende que Toledo haga una serie con base en el rostro de Juárez que aparece en los billetes de veinte pesos. Toledo se dedicó a desacralizar a ese Benito que de pronto parece dejar de ser humano. En sus manos, ese icono antes intocable se vuelve presa de las más dispares situaciones: es puesto a practicar la zoofilia o a entregar el correo a animales con una erección humana. Lo mismo sucede con Gandhi, que en las acuarelas de Toledo puede ser marco para que las arañas hagan sus redes, en una sutil broma sobre la inmovilidad y lo humorístico que puede ser esa peculiar forma de resistencia pacífica. Y no es que Toledo desconozca el alcance de la lucha civil, pues es un fuerte activista en la protección del patrimonio cultural oaxaqueño, desde los árboles cortados por Ruíz hasta inmuebles preservados para volverlos centros escolares. Pero su vena lúdica no puede dejar pasar la oportunidad de sonreír a costa del modelo involuntario. Incluso autores como Munch y su grito pasan por la guillotina de Toledo, quien con su cara seria tiene pinceles juguetones. Pero no por humorística su obra deja de ser certera, quizá ese sea su mayor mérito.
Al final, como bien resume en su dibujo Mi casa es su casa, donde una calaca nos espera en las puertas de la muerte que todos habitaremos, sabemos que el humor de Toledo es un recordatorio de que esta vida es un trance que más nos vale pasarlo con una sonrisa: de todas formas nos vamos a pelar para el otro mundo.
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