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Ana García Bergua
Tarjeta de presentación
Siempre que alguien me da su tarjeta, pienso en que debería tener una para dar a cambio. El mayor grado de civilización que he alcanzado en ese sentido consiste en llevar una libreta con hojas que se dejan arrancar y siempre me siento un poco torpe al garrapatear en ellas mi teléfono. Estoy segura de que ya se perdieron todas. Es como si, al no tener un cuadrito impreso de cartón con que corresponder de manera expedita a la tarjeta del otro, no hubiera terminado de alcanzar la mayoría de edad o no estuviera preparada para las contingencias de la vida, entre las que se cuenta encontrarse con alguien en cualquier sitio y verse en la necesidad de dejarle el teléfono. Si me mandara a fabricar unas tarjetas, éstas serían azules y en ellas pondría mi nombre y generales. Me daría vergüenza poner debajo: escritora. Quizá a algunas personas les podría sonar algo pomposo; otras hay que consideran esta actividad como poco seria, lo cual, en cierto sentido y por suerte, es verdad. Quizá por eso sólo me acuerdo de las tarjetas cuando a su vez un amigo o conocido me tarjetea: la verdad, me lleno de admiración ante tanta y profesional previsión.
En el siglo antepasado, cuando uno iba a visitar a otra persona, dejaba su tarjeta de visita, que imagino que era más grande que las de ahora, y doblaba una esquina en caso de que el visitado no se encontrara. Para aquellos a quienes importaba la elegancia, las tarjetas estaban muy reglamentadas. “Las tarjetas de visita más distinguidas –señalaba el Almanaque Bouret para el año 1897 que cien años después reeditó en facsímil el Instituto Mora– son las más sencillas y no deben llevar más que el nombre. El que quiera poner su dirección, escríbala con lápiz.” Y aclaraba: “Las tarjetas de las señoras y señoritas nunca deben llevar la dirección, ni escrita, ni impresa.” Y peor aún: “Las tarjetas doradas con arabescos, adornos y dibujos indican muy mal gusto y poco tacto social, deben ser siempre nuevas, intactas y en cartón opaco.” Las de luto tenían un elegante ribete negro, y así, ya de sólo verlas, uno se preparaba para la mala noticia. El Almanaque también prevenía a la gente contra el error de enviar tarjetas de Año Nuevo pasada la primera semana del año; hacerlo después indicaba “una negligencia que raya en falta de urbanidad” y también, pienso yo, falta de calendario.
En esencia, las tarjetas eran iguales a las que ahora reparte la gente a diestra y siniestra para que no se le olvide a nadie su teléfono y su existencia, pero imagino que eran indispensables. De vivir en esa época, seguramente tendría unas –sin la dirección, por supuesto, no fueran, como se dice, a malpensar, y sin arabescos ni dorados, con lo que me gustan. Pero el resultado, tanto entonces como ahora, me temo que es el mismo y suele consistir en que las tarjetas se acumulan en cierto lugar estratégico (suele ser un cajón del escritorio o de la mesita del teléfono, un mueble en extinción) donde uno nunca las encuentra cuando las necesita. O peor aún, las encontramos, pero muchas de ellas –las que no son de amigos–, no recordamos a quién pertenecen, ni cuándo nos las dieron, ni para qué. Y da mucha pena que el otro se haya tomado la molestia de escribir con dorados, azules, plateados y mayúsculas: “Licenciado Octaviano Aréchiga, Escrutador de Puentes y Jardines”, si no recordamos dónde lo conocimos o por qué tenemos su tarjeta, lo cual indica, de nuestra parte, mal gusto y poco tacto social que raya en la falta de urbanidad, cosas por la que regañaba el Almanaque a sus lectores, o simplemente una memoria de oruga. Un amigo escritor, amante entre otras cosas de las imposturas, las lleva en el bolsillo y me ha contado que le gusta extenderlas, aunque no sean suyas, a los desconocidos que le piden y le entregan alguna en los aviones o en los espacios públicos así nomás; luego, si es necesario, personificará a José Eustaquio Velázquez, mago experto en desapariciones, a Dionisio Ceballos, médico veterinario de cebras, o a Pedro Ordóñez, consejero de la Presidencia, es igual, según la tarjeta que se encuentre en el saco. Es una manera útil, pienso yo, de hacer que las tarjetitas circulen: quizá, en ese baile de falsedades, la tarjeta de un Romeo irá a parar a manos de su Julieta o la de un Manolín a la de su Shilinski, vaya usted a saber. Quizá, si le diera yo alguna de las tarjetas azules que pienso mandarme hacer cuando me tome en serio, se presentará con mi nombre.
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