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LA DUREZA BALSÁMICA DE KJELL ASKILDSEN
ANTONIO MORENO MONTERO
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Cuentos reunidos,
Kjell Askildsen,
Lengua de Trapo,
Argentina, 2010.
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Maestro de un género que exige la depuración del lenguaje y un timing que no admite las salidas en falso, Kjell Askildsen, nacido en Mandal, Noruega, tierra de los hiperbóreos, relata historias enmarcadas dentro de lo que podría llamarse un realismo aparentemente familiar y citadino, pero articuladas con rencores, obcecaciones malhadadas, disputas nunca resueltas (o deliberadas in extremis), y odios jamás comunicados en su momento.
La trama de la mayoría de los cuentos se sostiene a partir de viejas querellas, que como clavos ardientes han corroído y alterado el ánimo de los personajes jóvenes o decrépitos (pero lúcidos), siempre expectantes para hacer el –no sé si justo, pero sí– legítimo reclamo que no debe ser aplazado; frente al hijo que no encuentra acomodo emocional, al hermano que detesta por diferencias temperamentales, al padre solitario y moribundo o la madre viuda que es incapaz de encontrar antídotos para el dolor y la derrota, porque así se los impone la voluntad.
Las situaciones son naturales, orgánicas, pero son un poco reiterativas. Askildsen no teme reiterarse (no es improbable que jamás haya temido algo), sostiene Rodolfo Fogwill (otro grande) en el prólogo de la edición argentina de los Cuentos reunidos (Lengua de Trapo, 2010), del octogenario escritor noruego.
Los cuentos son depositarios de verdades cuyas fuentes permanecen aureoladas de un enigma. El resentimiento (piedra angular del desafecto), tanto como el arte del incordio, estados de ánimo siempre ambiguos por naturaleza, tratan de revelar una experiencia subjetiva única de los protagonistas. El lector tendrá la oportunidad de estar al tanto de los efectos y las contingencias, pero siempre emergerá una bruma que enrarecerá la fuente de ese malestar.
Para la estirpe de Askildsen, sin excluir a Carver y Cioran de ese linaje, las relaciones consanguíneas deben de explorarse visceral y radicalmente, con todo el pesimismo posible, sino no hay combustión, como lo haría todo escritor antimoralista: para constituir una diferenciación entre un tradicionalismo lacayo que reprime y una capacidad soberana que exprese los sentimientos más profundos sin que haya rendición de cuentas ni búsqueda de perdones, como si el acto fuera una suerte de desprendimiento vital y pedagógico, que es útil no sólo para saber sobrellevar la desdicha, sino para aprender el muy humano propósito de decir lo que realmente uno siente. Por eso los personajes de Askildsen son terriblemente honestos.
De golpe el lector entra a un mundo perturbador. Por un lado, son historias que atacan directo al nervio, allí donde duele. Brillan como la filosa y refulgente hoja de una daga puesta al cuello. De otro, están los recursos y la dimensión técnica de Askildsen como maestro del cuento (género emparentado con el relámpago): la tensión e intensidad, la nitidez del argumento, el manejo exacto del tiempo narrativo, el enigma entre líneas, ese timbre de voz inconfundible y la hondura psicológica de los personajes, con un final siempre abierto y ambiguo. Todo este muestrario es directamente proporcional al efecto emocional que causa leer los cuentos de Askildsen. Habrá uno que el lector jamás olvidará y, pese a la presión que le cause, le seguirá pareciendo que la vida es alegre, muy a su pesar.
LA FUENTE DEL PENSAR
RAÚL OLVERA MIJARES
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Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares,
Miguel León-Portilla,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2009.
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En contra de la concepción cruenta y guerrera que priva de los mexicas, centrada en el chalchíuhatl o la sangre, alimento indispensable de Huitzilopochtli, preservador del último y quinto sol, el del ollin o movimiento, idea preconizada por el hábil Tlacaélel, primer ministro, consejero, cerebro detrás del trono de tres de los emperadores más grandes que conoció el mundo azteca, se yergue, orgullosa y serena, una visión más antigua, más reposada: la de la sabiduría tolteca, centrada en la reflexión a través de la flor y el canto, es decir, la poesía; corriente que hallará sus más egregios cultivadores en Netzahualcóyotl, el rey texcocano, y Tecayehuatzin, el cantor de Huexotzinco. El mundo azteca y el mundo nahua se distinguen agudamente, al menos en ese último siglo del apogeo tenochca. Herederos unos y otros, los mexicas y sus hermanos de expresión nahua –de Texcoco, Tacuba, Tlatelolco, Tlaxcala–, de una suerte de pensamiento humanista, fruto de la reflexión de los toltecas, en torno del sentido de la vida, la muerte, la perpetuación de la especie, la transitoria alegría, el sufrimiento y la verdadera esencia del hombre.
Esas dos divinidades que preñaban el panteón azteca, Quetzalcóatl y Huitzilopochtli: una, herencia tolteca, representación del sacrificio incruento y la sabiduría; otra que se pierde en la noche de los tiempos, reminiscencia tribal del pasado de un pueblo venido de las grandes llanuras del norte, cazador y nómada, asociada con el sol y, en la estratégica concepción de Tlacaélel, necesitada del alimento esencial, la sangre humana. Este sacerdote-funcionario, suerte de Maquiavelo, Richelieu o conde-duque de Olivares, fue el inventor de la llamada xochiyáoyotl o guerra florida, y quien llevó a los emperadores Itzcóatl, Motecuhzoma Ilhuicamina y Axayácatl a la gloria de las grandes conquistas, que no pararon hasta Guatemala y El Salvador, rozando casi los confines del otro gran imperio de la América precolombina, el de los incas. Hasta allá llegó el poderío mexica y la fuerza expresiva de su idioma, una suerte de lingua franca en el mundo mesoamericano.
Volver los ojos al mundo antiguo, desentrañar la esencia del universo nahua, reconocer la supervivencia de un humanismo en el mundo azteca, a pesar de los empeños militaristas de Tlacaélel, identificarse con los sencillos consejos y palabras que los ancianos daban a los jóvenes –cuando iba a nacer una criatura o moría un deudo–, todos estos son testimonios de una visión integral del ser humano. Samuel Ramos, Leopoldo Zea y, heredero de ellos, Octavio Paz, no andaban tan descaminados cuando buscaban una filosofía de lo mexicano en ese pasado que entonces y ahora sigue deparando gratas sorpresas para los estudiosos. In xóchitl, in cuícatl, la flor y el canto, figura retórica que designaba lo que hoy se conoce por poesía.
AMIN MAALOUF: LA CREACIÓN DESBORDADA
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ
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Identidades asesinas,
Amin Maalouf,
Alianza Editorial,
España, 2010.
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Amin Maalouf (Beirut, Líbano, 1949) es, sin duda, una de las voces más esclarecedoras del Mediterráneo. Con la decisión unánime de otorgarle el Premio Príncipe de Asturias de las letras 2010, pero bien le hubieran podido dar el de la Concordia. Puente, al igual que Goytisolo, de civilizaciones, de culturas y compromisos sociales y culturales, que ha sido la línea teórica de su pensamiento. “No procedo –dice Maalouf– de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía.”
Francófono por educación y exiliado en París desde el comienzo de la guerra civil en su país, el escritor libanés no pudo esquivar entonces la idea de que la verdadera patria de los de su estirpe no era un país, una religión o una lengua, sino el conjunto de reflejos, sentimientos y maneras de entender la vida asociados a quienes compartían unos orígenes comunes y ahora andaban esparcidos por todo el mundo. Ganador del Goncourt en 1993, Maalouf ha escrito ensayos y novelas maravillosas sobre el mundo arábigo –musulmán de ayer y hoy–, y de textos iluminadores sobre la actual condición humana, como lo es su libro El desajuste del mundo. Impulsado por una comprensible y desesperada preocupación, Amin Maalouf ha escrito durante años, más por conciencia que por ciencia, sobre las razones de los múltiples conflictos y guerras fratricidas que padecen ciertas zonas neurálgicas donde derramar sangre parece un tópico y la violencia una actitud endémica. Bosnia, Serbia, Croacia, Ruanda, Afganistán, Argelia; la magnitud de sus conflictos origina este caótico y particular intento por descifrar las coordenadas donde se aprieta el nudo gordiano de los continuos enfrentamientos armados. Muchos de sus libros, Las escalas de Levante, La roca de Tanios, Identidades asesinas, Las cruzadas vistas por los árabes, y el más reciente, El desgaste del mundo: cuando nuestras civilizaciones se agotan ( Editorial Alianza, 2009). Quizá el haber nacido en una pequeña comunidad, la greco-católica, de un país que siempre fue y es punto de encuentro y de fricción entre Oriente y Occidente, el islam y el cristianismo, la política y la religión, entre Israel y el resto del mundo árabe. Toda esta mezcla ha hecho de Amin Maalouf un intelectual que define a la par la universalidad de los valores de la ciudadanía democrática y la riqueza de la diversidad cultural. Si esa diversidad paró el tiempo, como dice Goytisolo, Maalouf contribuyó a poner el reloj en marcha.
Su libro Identidades asesinas es, en suma, un esfuerzo por comprender, no por explicar, los motivos de las guerras en Oriente Medio y África a partir de la identidad comprendida como razones religiosas, étnicas y otros componentes que la integran, convirtiéndola en elemento en contra de la especie. Nos descubre a personajes únicos, como Omar Jayyám, o el fanático fundador de los Asesinos, Hassan Sabbath. Aparentemente más benévolo es La dama de las camelias, un clásico del amor apasionado y trágico. Maalouf no tiene ninguna necesidad de ser esclavo del gusto del público, sino dictar la norma de una memoria universal, lo mismo que el genio dicta la suya en el arte. Un texto ambicioso y exquisito, perteneciente a un tiempo. Lo cierto es que vale la pena leer y releer a Maalouf. Defendamos, así pues, esa exigencia, esa necesidad de lo imposible, aunque sólo sea para que la memoria histórica vuelva a ser real y nunca más se pierda.
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