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Hugo Gutiérrez Vega
LOS DIOSES Y LOS MACEHUALES
Nunca se dieron cuenta los maestros Severo Amador y José Inés Tovilla –pintores académicos y excelentes promotores del arte en la ciudad que se encuentra en el centro geográfico de nuestra República–, de lo que iba a lograr en materia de innovación, audacia y originalidad su joven discípulo Saturnino Herrán, nacido en Aguascalientes en 1889 y muerto en la centralista capital del país en 1918. En la Escuela Nacional de Bellas Artes estudió con Izaguirre, Fabrés y Germán Gedovius. Fue un alumno atento y cumplido, pero siempre siguió su propio camino y, sin faltarle al respeto a la academia, rompió reglas que parecían inamovibles, utilizó modelos que nada tenían que ver con los estereotipos europeizantes del México finisecular y nos entregó la imagen de un país en el cual la realidad, el color, los caprichos de la naturaleza, el vigor de los rostros y la originalidad de su cultura mestiza, requerían con urgencia a un artista fiel a ese patrimonio cultural y, al mismo tiempo, defensor a ultranza de la sustantividad independiente del arte. Gedovius, maestro ejemplar, vio con claridad el proyecto ambicioso y coherente de su alumno Saturnino y, en prueba de su confianza en el talento del autor de obras como El trabajo, El hombre del molino y La leyenda de los vólcanes, se encargó de la supervisión de esos trabajos, en los que se renovaron tanto la visión del país y de sus múltiples rostros, como las técnicas pictóricas y las formas de la composición.
Herrán fue fiel a sus modelos y por eso nos entregó los rostros verdaderos de nuestra historia y de nuestras regiones. Su tehuana tiene un semblante austero y, en algunos aspectos, retador. Estas características son típicas de las mujeres del Itsmo y de su poderoso matriarcado. Esta tehuana no pertenece al proyecto estetizador de la academia y apuesta por una nueva forma de retratar lo que proviene del interior del personaje. Por eso Ramón López Velarde, el padre soltero de la moderna poesía mexicana y amigo entrañable de Herrán, afirma, en una emocionada carta, que Saturnino es un pintor de almas y de emociones recónditas.
Los modelos de Herrán son gente del pueblo. Por eso en su obra fundamental sobre nuestra cultura primordial, los dioses, sus rostros pétreos, su musculatura debilitada por siglos de hambre, pero siempre dispuesta al esfuerzo y a la lucha, tienen como modelos a los macehuales que cargaban bultos increíbles en los mercados de la antigua capital del imperio mexica. En las figuras de nuestros dioses se hace patente la permanencia de una visión del mundo fascinante y contradictoria. Mucho le deben los muralistas a este pintor de macehuales divinizados y, a la vez, estragados por el hambre y flagelados por la injusticia, las humillaciones y los vejámenes. El cofrade de San Miguel muestra un lejano parecido con algunas figuras de los maestros de la escuela española. En su escapulario brilla la custodia, su rostro de mendigo y de suplicante refleja una desapacible resignación, y el Cristo clavado en la cruz hace que la escena adquiera el tono de la angustia. Algo parecido sucede con El cofrade de San Luis aunque la atmósfera general del cuadro sea menos angustiosa.
Herrán gustaba de “los alimentos terrenales” y jugaba con sus colores y con los matices provenientes de los cambios de la luz y de la vibración que emana de los objetos y de los semblantes. Por eso, su criolla de la mantilla lleva la alegría brincando en los ojos y arquea sus labios en un gesto sensual y gozador, mientras que El rebozo recoge toda la fuerza de nuestra tradición femenina y es cuna y mortaja, pero también tiene un lenguaje que favorece o cancela los amores. En El jarabe aparece nuestra idea de la fiesta a la que consideramos tan o más importante que el trabajo. Este cuadro es movimiento puro y en él los cuerpos entregan toda su experiencia y el vigor de ese hermoso abandono del yo que es el baile.
Pronto aparecerá un libro en el que se mostrarán los aspectos fundamentales de la vigorosa personalidad y del talento creador del artista de Aguascalientes. Veamos a sus dioses que en la vida real eran humillados macehuales. Veamos en todos sus rostros y figuras la visión de un país hecho de grandes contrastes, de bellezas y de horrores. Regresar al museo de su ciudad natal y quedarse un buen rato viendo el rostro poderoso de la tehuana es una experiencia irrepetible. Lo mismo puede decirse de este libro que es un testimonio del enorme talento del pintor de “nuestros dioses”.
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