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Ana García Bergua
Lo que produce el Jefe
Esta sustancia tiene muchas ventajas sobre otras: te pone muy alegre, olvidas tus problemas, sientes ganas de bailar, te vuelves encantador. Si te atacan, ya sea de voz o de golpe, contestas en ese instante: insulto, golpe, ráfaga de metralleta, chiste mordaz, todo sale enseguida, sin dudar y sin pensar. A los cinco minutos de tomarla, dominas al mundo con la mirada, te atreves a hacer cosas que nunca hubieras soñado, como saltar precipicios o conquistar supermodelos, decir lo que jamás hubiera salido de tus labios, confesar sin vergüenza tus verdaderos deseos y exigir que se cumplan nada más porque tú lo quieres. Y duermes como los ángeles, con sueños fastuosos. Y no hay crudas, y nunca sientes arrepentimiento, hayas hecho lo que hayas hecho. La sustancia tiene mucha demanda; es cara, como todas las de su tipo, e igualmente peligrosa, eso no se puede negar, pero el negocio va viento en popa, como dicen. Y el que la prueba una vez, ya no la puede dejar; tenemos a casi todo el país enganchado a la sustancia y, como dice el Jefe, vamos por más. Es cosa de cuidar el negocio y, más que nada, de cuidar al Jefe.
Todo lo controla el Jefe, porque él la produce. Otros han tratado de producirla: le hicieron análisis químicos, pero no les salió; el efecto no es el mismo porque el proceso es único. Depende del Jefe. De que se levante bien, tranquilo, sobre todo. Una muestra muy pequeña de lo que él produce basta para procesar varias toneladas: lo hervimos, lo desecamos, lo maceramos en alcohol, recorre un complejo sistema de tubos que van cambiando de temperatura, se convierte en piedra negra, después en un líquido de color azul turquesa, luego en una gelatina fluorescente que se disuelve en miles de litros de agua y azúcar. Todo esto, al final, se concreta en las diminutas pastillas anheladas por el país entero, los países vecinos y los otros continentes. La gloria, la panacea.
Hubo quienes trataron de imitar al Jefe, de suplantarlo: copiaron su vida, sus costumbres, su alimentación; se pasearon por las mismas calles, olieron las mismas flores, las colonias caras que a él le encantan. Incluso se acostaron con las mismas mujeres, hombres y animales (el Jefe los mandó matar a todos poco después), pero fue imposible producir lo mismo. Otros, creyéndose muy astutos, convencieron a algunos familiares del Jefe de que llevaran su vida. Porque es cosa del ADN, decían, ahí está el secreto de la sustancia, en su sangre misma, pero tampoco resultó. Y eso que los obligaron a repetir todos sus pasos: lavarse veinte veces al día, como él, con el mismo jabón, pisar los charcos que quizá lo han salpicado, dispararle a los mismos (hubo que desenterrarlos), acostarse con las nuevas víctimas, ejecutar algunas de sus perversidades más refinadas, como ésa que tiene de mascar pasto de las estepas rusas (no se crea, salen caros los viajecitos) y hacer gárgaras de whisky. Fue un desastre, porque además de que con la sustancia obtenida no se lograba ni la centésima parte de aquella euforia, de aquella suprema decisión y confort que provoca la del Jefe, éste tuvo que acabar con la mitad de su parentela. Y con los imitadores, por supuesto. Para él, aunque no lo crean, fue muy doloroso. Uno de sus grandes atributos, además de producir la sustancia, que es el mayor, es que no la consume. Ni que fuera idiota, nos dice. Y también asegura que algunos efectos de la sustancia él los vive desde que nació. Tiene esa suerte.
Por eso protegemos al Jefe como a lo más sagrado. Estamos en sus manos, y a la vez, él está en las nuestras. El Número Uno, los miembros de las Cámaras Grande y Pequeña, así como la reina del Palacio de Justicia y el supremo líder del Sindicato de Jardineros, todos nos lo encargan mucho: que no se ofenda, que no se canse, que no se arriesgue, sobre todo. Cuando unos italianos, esbirros de un capo veneciano, lo secuestraron, terminaron angustiados porque se estriñó: todos eran adictos a las pastillitas. Al final nos lo devolvieron y le pagaron un viaje a las Bahamas para que descansara de la experiencia. Tomó, gracias a ellos, un tratamiento antiedad. ¿Cuánto nos durará el Jefe?, ¿qué haremos cuando la naturaleza cobre lo suyo? Quizá lo clonaremos, cuando la tecnología mejore en ese sentido. Por cierto, mientras le contaba esto, le eché una pastillita en el café. ¿Verdad que se siente contento? Lo noto en su mirada. Vaya, vaya, salte si quiere, aterrizará perfectamente. Y que el Jefe no nos falte.
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