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CONTRACANTO A LA DESESPERANZA
CHRISTIAN BARRAGÁN
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Connecting Lines. New Poetry from Mexico/
Líneas conectadas. Nueva poesía de los Estados Unidos,
Luis Cortés Bargalló y April Lindner (Selección e introducción),
Fondo Nacional para las Artes de Estados Unidos de Norteamérica/ Universidad Nacional Autónoma de México, Sarabande Books, EU, T. I y II,
México/EU, 2006.
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Líneas conectadas. Nueva poesía de los Estados Unidos (Sarabande Books, 2006) es la recopilación contemporánea más afortunada que hemos podido conocer en nuestro país de la profusa escritura poética actual de Estados Unidos, la mayoría de la cual se desconocía en el medio literario mexicano debido en buena medida incluso a su inherente riqueza: su diversidad. Cito fragmentos del prefacio a estas Líneas conectadas elaborado por Dana Gioia, poeta y presidente del National Endowment for the Arts, que explican esta consideración: “En los últimos cuarenta años el vanguardismo ha dejado de ser una fuerza literaria activa para convertirse en un fenómeno histórico de principios del siglo xx. Las consecuencias de este hecho han abierto para los poetas contemporáneos inmensas y complejas posibilidades: hoy todos los estilos coexisten y pueden ser fuerzas generadoras [...] En la nueva poesía de los Estados Unidos no existe ya una corriente dominante, sino una multitud de alternativas posibles.” Es precisamente una considerable suma de esta gran urdimbre de voces, estilos y temáticas la que se comprende en este volumen.
La lectura que puede hacerse de esta enramada de escrituras, entonces, no es posible sino señalando sus particularidades. Sin embargo, pronto se hace evidente que de la compleja e infinita entramada emocional que le corresponde vivir al hombre en este mundo reciente, se sobrepone destacadamente la desesperanza. Ya sea bajo el velo de la melancolía, la violencia, la amargura, la parodia o la recreación mitológica, la carencia de certezas en la vida inmediata exhibe como única vía de expresión un realismo grotescamente sincero y áspero que intenta nombrar una realidad no menos desoladora por cierta. De este modo, la fuerza del lenguaje empleado por los autores reside en su insoportable honestidad. Pero no hay que confundirse, ni en ellos ni en sus obras hay visos de velado coraje o manifiesto enfado. Por el contrario, su voz predomina a media altura y pocas veces se permite elevarse para ser escuchada.
Tampoco encontraremos en la voz de los poetas de este día –en este inesperado mundo (según reza la cuarta de forros firmada por José Emilio Pacheco)– ante el paisaje desierto, el claro de agua que redima. No habrá bálsamo que sane las heridas, ni palabra que al decirse no enmudezca. Ya no es la poesía la morada donde refugiarse del desastre, ni el poema lo que dice. La metáfora y la alegoría perecen ante una insólita realidad que ya no puede ser dicha. Ahora el espectáculo de los grandes momentos de la historia cede su lugar al imperceptible ritmo de los ínfimos acontecimientos de la vida diaria. El destino y el azar son suplantados por el error o el acierto de la rutina. Y el poeta sólo es un hombre, y está solo. Su voz suena igual que cualquiera y, al hablar, al escribir, la vida resuena en ella con la más inconcebible pureza. Suji Kwock Kim (1968), originaria de Poughkeepsie, Nueva York, así lo demuestra en su agudo e inquietante “Monólogo para una cebolla”: “Tú, que quieres asir el corazón/ de las cosas, prueba lo que tienes en las manos [...]/ Pobre tonto, dividido en su corazón,/ perdido en su laberinto de cámaras, sangre y amor,/ un corazón que un día te gastará entero en su último latido.”
Ajenos a la vida que sucede en el escándalo de las calles que en otras épocas fuera condición innegable a todo poeta, o al asfixiante murmullo del púlpito de los bardos oficiales, nuestros autores responden exclusivamente al llamado de su nombre de pila, que de ningún modo los distingue por encima del resto de los civiles. Protagonistas del mismo cansancio y hartazgo de los vecinos que da igual que sean taxistas, políticos, profesores universitarios, indigentes, prostitutas, militares retirados o narcotraficantes, comparten los mismos asientos en los vagones del metro, los comunes abusos de las autoridades, la fría y rápida comida preparada de los supermercados, la tasa elevada de los impuestos y la improrrogable fecha del pago del alquiler o la hipoteca. Y desde ahí, como si miraran la televisión o tiraran la basura, escriben y, si al hacerlo, quizá como nunca en silencio y retirados, recuerdan días más nobles, nada pretenden que cambie. Pues, aunque no son pesimistas, pronto aprendieron cuáles eran sus límites y, desde entonces, solamente viven. He aquí la diferencia del insospechado impulso de su escritura. Cada uno de sus poemas es una realidad en sí y no una representación o impostura de ella, por lo que resultan, a la vez, severamente críticos del suceso que exponen. “Los supremos”, del también neoyorkino Cornelius Eady (Rochester, 1954) es un contundente ejemplo de ello: “Nacimos para ser grises. Fuimos a la escuela,/ Nos sentamos en filas, comimos pan blanco,/ Miramos al piso, mucho [...]/ Hicimos lo que pudimos,/ Y todo lo que podíamos hacer era/ Ponernos en nuestra contra [...] Lentamente comprendimos: este iba a ser el mundo./ Nacimos siendo vendedores de seguros y secretarias,/ Amas de casa y cocineros baratos,/ Almacenistas y mecánicos;/ Y no sería una mala vida, nos prometieron.”
Fatigados e inseparables de su acontecer cotidiano y perecedero, los poetas estadunidenses recogidos en Líneas Conectadas están desengañados de un mañana distinto. Son, en consecuencia, poseedores de una voz en sumo limpia y leal a la memoria de su tiempo. Aturdidos por tantas mentiras ocultas en lo que se mira, pero también en lo que se dice, develan en cada palabra la innegable verdad que conocen y que nunca olvidan: la única vida que a ellos corresponde. Así vienen. Henchidos de esa vigorosa certeza han nacido, y contra la penumbra, el olvido, la muerte y la tibieza, cantan: “He embutido aquí cada sílaba,/ he numerado todo lo que sé y hasta más,/ pero aun así la nieve tardía ennegrece estas ramas desnudas/ al fundirse en lodo, aun así perros esqueléticos/ observan desde la vera del camino, aun así mis dígitos/ cuentan mis días con dolorosa rigidez./ No he dicho lo que quería decir” – H. L. Hix (1960), de “Órdenes de magnitud.”
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