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Hugo Gutiérrez Vega
EL EDÉN SUBVERTIDO (VI DE VII)
En este mismo poema lamenta su soltería, anhela la paternidad: “Quizá tuviera dos hijos y los tendría sin un remordimiento ni una cobardía. Quizá serían huérfanos y, cuidándolos yo, el niño iría de luto pero la niña no.”
Sin embargo, atesoró celosamente los momentos de éxtasis y los mantuvo guardados en un cofre sellado para que conservaran su luminosidad, su inicial ardor: “Voluptuosa melancolía/ en su talle mórbido enrosca/ el placer su caligrafía.” De alguna misteriosa manera, firmó un pacto de no agresión con sus dicotomías y, a través de las palabras que le servían para lograr la transfiguración, intentó superar la “dualidad funesta”.
Fuensanta ya muerta se hizo susceptible a todos los cambios soñados por su amante. Con la desaparecida podrá ya hacer “la ruta evangélica del bien” para encontrarla, pasados los años, y ya prisionera del sueño transfigurado, en un lugar parecido a la “enjuta cuenca de océano muerto”, de Otón, y “resucitada y con tus guantes negros”. Águeda, Sara, Fuensanta, las “náyades arteras”, “las cantadoras del bravío pecho”, las vírgenes prudentes e imprudentes, las “recatadas señoritas”, las jerezanas de ayer, hoy y siempre, Mireya, “la última odalisca”, “la niña de retrato”, “la muchachita hemisférica y algo triste”; “la doncella verde”, marina y surrealista, “las desterradas”, “la de los ojos de sulfato de cobre”, “Magdalena, la tejedora” y Fuensanta, siempre Fuensanta, son personajes de la vida y de un mismo sueño, las manchas de púrpura de un deslumbramiento, la iluminación que permanece antes y después del amor. La Fuensanta construida en el sueño creció en gracia y perfección, adquiriendo al mismo tiempo una presencia real y palpable al alcance del deseo y de la mano del amado. Se trataba de esa precaria conciliación de la realidad con el deseo que buscó con tan desesperado afán Luis Cernuda.
Desde el momento de su desaparición, el poeta la situó en una dimensión ideal, pues concebía a la muerte como la ausencia, la negación del amor. Sin embargo, predominaron en su poesía los amores, los entusiasmos y los deslumbramientos. Sus palabras contienen el intenso poder evocador del paraíso perdido: “primer amor tú vences la distancia”, del pueblo embellecido por el paso del tiempo, magnificado desde la ya lejana perspectiva: “Ni tortuga ni pez; sólo el venero que mantiene su estrofa concéntrica en el agua y que dio fe del ósculo primero que por 1859 unió las bocas de mi abuelo y mi abuela”.
Llevado por el zenzontle, regresa a los corredores del patio solariego “en que había canarios con el buche teñido con un verde inicial de lechuga, y las alas como onzas acabadas de troquelar”. Este deseo de regresar no se debe a la nostalgia de la pureza convencional, sino que busca un comenzar de nuevo para recorrer un itinerario amoroso sin obstáculos ni valladares: “Ya no puedo dudar... Diste muerte a mi cándida/ niñez toda olorosa a sacristía, y también/ diste muerte al liviano chacal de mi cartuja./ Que sea para bien...” Tenía nostalgia del agua clara, pero se hundía placenteramente en el éxtasis del licor de uvas: “ y yo bebo el licor que tu mano me depara”.
(Continuará)
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