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Ana García Bergua
Unas coplas de Francisco Gatilondo
“Hay que operarlo –dice el veterinario– o comenzará a marcar toda la casa, a escaparse por las noches; se sentirá llamado por cuanta gata en celo se lamente a veinte cuadras a la redonda y luego regresará todo rasguñado, lleno de pulgas del parque y heridas de guerra a ratos peligrosas.” Yo me quedo mirando a la bestezuela que se relame las patitas en un rincón, ignorante de lo que estos dos días le depararán, y por un momento dudo. Cómo va a ser, operar a la pequeña pantera que arma guerras en maqueta contra todo lo que se mueva en la casa, incluidos nosotros, y sigue con aplicación la filosofía de los gatitos de la canción de Cri Cri (ésos que exclamaban haciendo fu: “Cuando un gigante se nos pone por delante/lo consideramos un pobre ratón,/ nos agazapamos y brincamos al instante/ y lo apachurramos de un trompón.”
Cómo va a ser, me pregunto –apachurrada de un trompón– que el peludo sujeto esté tan pronto al borde de convertirse en eso en que todos los gatos se convierten en cuanto se les despiertan las hormonas: galanes de barrio, perfumadores de muebles –y no con Chanel–, llorones de azotea, astutos y porfiados escaladores a los que al final siempre envuelve un terrible y paralizante vértigo de montaña, cazadores profesionales de moscas, sigilosos pandilleros noctámbulos, devotos obsequiantes de huesos de tórtola o alas de polilla a sus dueños recién despertados y horrorizados. Gatos, en fin, lo que son los gatos, esa cosa tremenda y fascinante a la vez, esos energúmenos misteriosos, aquellos que se dejan acariciar hasta que levantan la cola –dicen– para avisar que se terminó el gato. Ah, y padres irresponsables de cientos de gatitos sin hogar en el vecindario: la imagen misma del galán encantador, irresponsable y patoso, el macho que hace suspirar a sus ronroneadoras contrapartes. Por eso, ni modo, el veterinario tiene razón, hay que operarlo, mientras más pronto, mejor. Así nunca sabrá de lo que se pierde, pienso, mientras lo veo dormir en su acostumbrada posición de espalda en C: la cola al aire, el espinazo curvo, las patas delanteras que abrazan a las traseras, su bigotona carita de señor soñando con ratones o con pajaritos o –síntesis magnífica para un gato– con cuevas llenas de revoloteantes murciélagos.
Tiene nuestro gato patas, cola y orejas de chocolate, y unos ojos mentolados y azules que bizquean un poco. Gato fino, con parientes del reino de Siam, me han dicho, nacido, sin embargo, en la penumbra de un humilde taller mecánico, oloroso a grasa de coche, como un Pedro Infante felino; bien podría haber sido ese gato de barrio que, según Cri Cri (alias Francisco Gabilondo Soler), decía: “Yo soy de barrio,/ de un barrio pobre y trabajador,/y me lavo la carita con saliva/ y luego salgo a echarme al sol.”
Y pensar que de chiquito lo creímos gata: siamesa y tranquilita, decíamos de la pequeña Cenicienta del taller que había llegado a vivir a nuestro palacio –es un decir– y que dormitaba convertida en una pelotita temblorosa. Ya lo había cantado también Cri Cri: “Los perritos tiemblan mucho/ y los gatos tiemblan más.”
Mi hija bautizó a la bestezuela como Sasha; menos mal, pues el nombre, en ruso, es intercambiable y hermafrodita: pudo pasar de Sacha Dimitrovna a Sacha Dimitrov en cuanto se manifestó como gato machito y nos dimos cuenta del error que habíamos cometido. Huelga decir que no se hubiera salvado de la famosa operación, y no sé exactamente en qué más no se manifestaría su gatez, pues gata o gato saltan y cazan y pierden todas las pelotitas con cascabel que uno les compra para jugar. Con la particularidad de que Sacha gusta de practicar el piano y en la noche lo escuchamos saltar por el teclado con su trin tran tron, igual que aquel inolvidable gato que barría el teatro: “Es un gatito artista/ que sueña con ser un gran pianista:/ Gatoven, Marramacuf, Bicherewsi.../ Y, al quedar vacía la sala,/ al piano se instala y empieza a tocar.”
En fin, ya veremos cómo regresa Sacha de la operación. Me repito y me repito que es necesario, que no hay de otra, como en las películas de doctores; habrá que salvarlo de su salvajismo, a él, a nosotros, a una hipotética progenie, al sofá y a las gatas de los vecinos. Sólo espero que no se convierta en un neurótico cojín oriental, que siga tocando el piano y practicando la cacería, que sea como un trío de gatos operados que conozco y que forman una apacible y grata vecindad, y que no se vaya nunca.
“Es imposible/ que yo me juera de mi cantón,/ pos me untaron los bigotes con manteca/ para robarme el corazón.”
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