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El pasado domingo 20 de mayo murió Carlos García-Tort, poeta, editor, ensayista y ex jefe de redacción de este suplemento. Estas son algunas de las semblanzas que un grupo de amigos ha escrito para recordarlo.
Si usted ha tenido un amigo de esos que van en paralelo por la vida, siempre cerca y con ganas de compartir. Si posee la suerte de tener un camarada que le aguante la pesadez de sus días malos y salga con una broma para aligerarlos. Si se ha topado con uno de esos raros ejemplos de amistad que hacen más entretenida la tarde y más sabrosa la reunión, entenderá nuestra enorme tristeza por el deceso inopinado de Carlos García-Tort. Recuerdo que me lo presentó Alicia, su mujer. Después, mientras nos íbamos conociendo, me contaba de sus compañeros "ex peditos" (es decir, ex borrachos), reunidos en el llamado Club de la Velocidad, y su leyenda de náufrago acrecentaba una solidez que yo admiraba. Luego vinieron los proyectos: soñamos con crear una agencia literaria y terminamos montando un despacho editorial. Lo recuerdo paseando con Dylan, su perro. En esta actividad era una aventura acompañarlo, pues saludaba a cuanta persona encontraba y se detenía a platicar con la mitad. Con Carlos me seguirán uniendo cosas más bien pequeñas: gustos, señas, manías que ahora recuerdo a cada momento. Charlie era un conversador obsesivo y nuestras pláticas telefónicas podían alargarse por horas. Los asuntos importantes se convertían en pretextos para instalarse en la minucia, y las constantes digresiones eran el jugo de la relación. Durante los 20 años que nos frecuentamos, hablamos de arte, deporte y entretenimiento con un desparpajo sin igual. Charlie era así, antisolemne. Todo lo disfrutaba en grande y nos hacía participar de su gusto por esta vida traicionera y milagrosa.
Manuel Andrade
A Carlos García-Tort lo traté a partir de su relación con la poeta Alicia García Bergua. Formaban una pareja que daba gusto ver cuando coincidíamos en alguna reunión. Una de ellas –apenas unos quince días antes de su fallecimiento– fue la que convocó Carlos Mapes en la Casa del Poeta para platicarnos de su vida con el rock. A pesar de dedicarnos ambos al trabajo editorial, nunca coincidimos en ninguna chamba, pero sabía de su pericia como editor, de su lealtad con sus amigos y de su generosidad. Y lo éramos –amigos– de una manera curiosa: compartíamos muchas amistades y en esa red de afectos lo tenía siempre presente. Por eso me dejó pasmado la noticia de su muerte: uno da por sentado que siempre va a estar ahí. Y sí, por qué no, Carlos siempre va a estar ahí, cuando me encuentre con Alicia y con todos los amigos, en medio de la plática, como un ejemplo de bonhomía, sonriendo sin exagerar ante una buena broma, o recordando una anécdota que aún está por suceder.
José María Espinasa
Si Carlos García-Tort no hubiera fallecido la semana antepasada, quizá estaría viéndolo pasar ahora mismo con una de sus indumentarias deportivas, junto a su perro Dylan, saludando a todo el barrio. Recién se quejaba de que todo mundo conocía el nombre de su mascota y nadie el suyo, pero si está, como yo creo, en el Cielo de los Escritores riéndose de nosotros ahora mismo, se dará cuenta de que no sólo lo conocían sino que lo extrañan y lo lloran el señor de los periódicos, el barrendero, la chica del bazar, el viene-viene de la plaza La Conchita, los dueños de los perros amigos de Dylan, la señora que alimenta a los gatos del parque Frida Kahlo, todos sus cuates (que son muchísimos) y toda su familia (que es poca pero que se siente coja sin él). Carlos cumplió a cabalidad con el "dar en abundancia en todo y a todos" con que empieza uno de los epitafios que incluyó en El efrit dentro de su botella. Me queda el consuelo de que no faltará con quién compartir esta tristeza, este vacío.
Ana García Bergua
¿Cómo recordar a Charlie, nuestro querido Carlos García-Tort, cómo? El único libro de poesía de Carlos se titula El efrit dentro de su botella y fue publicado en 1985 en una coedición SEP/Crea. Ahora lo releemos con asombro por sus innumerables aciertos y con un dejo de irrestañable nostalgia; ojalá hubiera seguido escribiendo. No quiso hacerlo y obedecimos tácitamente su silencio, pero algo dentro de nosotros se subleva, dice no ante su muerte y su abandono de la literatura, una deserción extrañamente medio gozosa, motivo de bromas de autoescarnio que nos dejaban atarantados. Lo recordamos con una gran tristeza, así como era: con su maledicencia y sus gestos de bondad, con su apostura de insaciable andarín, con su cordialidad a flor de piel. Lo recordamos al lado de Alicia, nuestra querida amiga, su esposa desde agosto de 2006: se casaron por puro gusto después de 14 años de convivencia. Lo recordamos en una casa de la Colonia del Periodista diciendo groserías fiesteras, bebiendo un alcohol desvelado. (Dejó de beber, murió sobrio, siguió hasta el fin dueño de su lucidez, lo que no deja de ser una misteriosa alegría.) No podemos creerlo, no podemos creer que Charlie ya no esté. Nunca dejaremos de llorarlo.
Andrea Huerta y David Huerta
Carlos regalaba su tiempo, parecía derrocharlo a una edad en que casi todos se repliegan para ahorrar fuerzas, y la razón de esto es que nunca se conformó con la idea de ser un "adulto". Una parte de él siempre se negó a abandonar la adolescencia, y si eso tal vez le impidió realizar su sueño de volverse un escritor hecho y derecho, le otorgó una independencia de espíritu que alcanzó a través de no pocas derrotas y caídas, algo que no sólo se asemeja a escribir libros sino que a menudo lo supera. Creo que vivía su papel de escritor de manera vicaria, a través de Alicia, y era de esos hombres, cada vez más raros, que en una reunión olvidan con perfecta naturalidad el brazo sobre tu hombro mientras conversan con alguien más, porque "inmaduro" por elección, anárquico de alma, necesitó siempre un hombro amigo donde apoyar su pasión por la vida y la gente.
Fabio Morábito
Conocí a Carlos García-Tort hace ocho años, los mismos que tengo de compartir mi vida con mi actual pareja, Eduardo Hurtado. Carlos era uno de los amigos más queridos y cercanos de Eduardo. Desde el principio, la amistad de Carlos conmigo tomó su propio rumbo. La comunicación telefónica a casa era cotidiana y por alguna razón, tal vez por ser yo la contestadora oficial, primero platicaba conmigo un largo rato y sólo después con Eduardo. Al inicio de nuestra amistad, conocedor de mi pasado de bailarina profesional, Carlos me mostró su pasión por las artes escénicas y me habló de su propia experiencia en el teatro y la danza. Una tarde que platicamos sobre nuestros gustos y posturas frente al trabajo de coreógrafos y ejecutantes, Carlos, apasionado y vital como era, me animó a escribir sobre el tema para La Jornada Semanal. Con la aprobación entusiasta de Hugo Gutiérrez Vega y Luis Tovar, se abrió así uno de esos raros espacios que la danza ha tenido para la reflexión y la crítica. Ahora veo ese gesto como una contribución más de Carlos a la vida cultural de México.
Marcela Sánchez Mota
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