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Coda a Shostakovich
Carlos Pineda
Shostakovich en 1933, después de completar la ópera Lady Macbeth of Mtensk |
Corre el año de 1923, el joven Shostakovich divide su vida entre la cátedra con Glazunov y Steinberg en el Conservatorio de San Petersburgo, y la asistencia obligada a un local de dudosa reputación. En semipenumbra se advierten siluetas difusas que se mueven intranquilas entre la estrechez de las butacas, sombras que silban y vociferan a manera de queja y exigencia en reclamo por la tardanza del inicio de la proyección, pero aunque Cácaro y público estén ya listos, la película no da inicio, no puede, porque el joven Dmitri está aún por llegar, y es él quien tiene, literalmente en sus manos, la fórmula para que esas imágenes a una tinta (envueltas en su mudez transparente) se muevan como si estuvieran vivas por el incendiario nitrato de plata. Por fin se escucha el piano; inicia la función.
Ahí será, en las salas de proyección del cine mudo, donde el compositor más importante de la música rusa forjará su amor incondicional por éste: aventura idílica que lo llevará, de 1929 a 1970, a componer la impresionante cantidad de treinta y cuatro bandas sonoras para igual número de películas, a un ritmo de casi una por año.
Si el cine había llegado a Rusia desde fines del siglo XIX como privilegio de zares, zarinas y adjunta compañía, fue hasta la Revolución bolchevique de 1917 que se populariza. Espectáculo de masas que no buscaba la acumulación de rublos, sino la seducción de conciencias y la sujeción de la voluntad (a diferencia de lo que ocurría en Occidente, donde era visto como cornucopia de ganancias inauditas). Al ser un medio sublimador del aparato propagandístico del Partido Comunista, el cine se convierte en un asidero ideológico al que el pueblo soviético (en gran porcentaje analfabeto) vio como gran ocasión para anclar su desventura y alimentar la esperanza. Por ello no sorprende que si en 1925 había en todo el territorio dos mil salas de proyección, para 1933 eran ya 20 mil.
Sin embargo, a pesar de este significativo estímulo, no será la Unión Soviética quien lleve la batuta cinéfila. Es probable que el primer compositor "serio" en escribir música ex profeso para el cine, haya sido el francés Camile Saint-Saëns, quien en 1908 colabora con los directores Le Bargy y Calmettes en la película El asesinato del duque de Guisa, producida por Film d´art. A partir de este primer acercamiento, la imagen y el sonido andarán caminos paralelos que, violando las leyes matemáticas, se cruzaran para nuestra inmensa fortuna en más de una obra maestra. Así, René Clair, una de las cabezas de la vanguardia francesa, filma Entreacto (1924), con guión de Francis Picabia, fotografía de Man Ray y música de Erick Satie, pero no será sino hasta la cinta The Jazz Singer (1927), de Alan Crosland, y con música de Louis Silvers, que una película sea considerada propiamente −aunque de manera parcial− como cinta sonora.
No podría ser de otra manera. El primer largometraje para el cual Shostakovich escribe música, es mudo
y con un título sumamente sugerente y simbólico, La nueva Babilonia, dirigida en 1929 por Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg. Pero pronto Shostakovich se verá inmerso en el cine sonoro gracias a los rápidos avances técnicos. Si bien esta posibilidad de combinación simultánea de audio e imagen le permite un mayor desarrollo de su libertad expresiva, también lo obliga a tener un mayor compromiso con el ideario nacionalista, y lo orilla a dejar de lado (por lo menos en su música cinematográfica) toda experimentación musical que pudiera ser censurada y condenada bajo el rubro de "arte decadente" por su supuesta filia a la burguesía.
A pesar de esta tensión, el compositor escribe música para películas como Las colinas de oro, op. 30; Soja, op. 64, y Malet, op. 116, entre otras, actividad que le granjea dividendos positivos de reputación al interior del Partido y con sus correligionarios. Ya para 1961, en plena madurez, su trabajo para Kovanschina obtiene incluso una nominación al Oscar en la categoría de Mejor adaptación musical, y nueve años después escribe la música para El rey Lear, de Kozintsev, 1970, con la cual cierra su ciclo cinematográfico. Pero de todas sus partituras para cine, es quizá El tábano, op. 97, de 1955, la que ha tenido mayor fortuna de público e interpretación. En ella encontramos una muestra sintética de la maestría con la que trabajaba Shostakovich sus composiciones cinematográficas; música que si bien está sujeta a un argumento "artificial", se logra mantener independiente en cuanto a su carácter y factura, para erigirse como una suite que puede (¿debe?) ser interpretada como una pieza sinfónica autónoma, como mucha de la música shostakoviana concebida para el séptimo arte.
Para un compositor cuya obra de concierto provocaba con harta frecuencia la irritación de la nomenklatura, escribir música para filmes nacionalistas que insuflaban el ego y daban poder al Partido Comunista, le permitió mantener la balanza de lo políticamente correcto en equilibrio, y con ello, la cabeza en su lugar. Pero no sea esta circunstancia extramusical una invitación para la injusticia; la música que Shostakovich concibió para el celuloide, aunque menos compleja que su obra sinfónica y lejana a las propuestas formales y vanguardistas de sus cuartetos, bien supo cumplir con su función artística y social, al amoldarse a las demandas del realismo socialista sin descuidar la finura técnica y la originalidad.
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