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Fred Frith: música para un momento
Javier Elizondo
Decir que Fred Frith toca es como decir que la literatura son libros o que el chocolate Milo es un chocolate en polvo. Él no toca. Él construye, destruye, fornica, veja cuidadosa y amorosamente a su guitarra y luego se arrepiente de su crimen, enamora, coquetea, pide perdón y vuelve a violar, pero viola como nadie viola y como todos deberían violar: con un amor convaleciente, consciente y orgulloso de su anatomía tumefacta y gigantesca; enfermo por no poder reventar y ya.
A primera vista, Fred Frith está solo en el escenario, en medio de un campamento de amplificadores, pedales, micrófonos y cables. Tiene una guitarra y una mesita con cosas –desde una cuerda y un arco que se vuelven otra extremidad de la guitarra, hasta unas latas con piedras que reverberan a través del instrumento como el eco de un precipicio enorme– que, para el oído indecente, no hacen música, a lo mucho hacen ruido, sonidos si bien les va. Mientras el concierto avanza, Fred Frith desaparece y quedan en escena la guitarra y esos objetos: ellos en representación de un nacimiento, de una vida y de una muerte; él como divinidad, como viento que les presta organicidad, les regala un destino frágil y les enseña a tomar decisiones por sí mismos.
Esos sonidos, esos sets de Fred Frith, no existen más que en ese momento. Es un acto exclusivo. Sucede y no permanece. Es difícil recordar con exactitud lo que hubo; imposible separar por rola, y es delicioso para la memoria justamente por eso. En el Teatro de la Ciudad (24/IV/ 2007), nadie se levantó cuando Frith dio por terminado el concierto. Encendieron las luces y la gente siguió aplaudiendo. Alguien gritó, desde el anfiteatro: "¡No nos hagas esto, cabrón!" Y, claro está, Frith salió de nuevo; primero para empaparse en una segunda ovación, después para empaparnos a nosotros en un segundo instante de improvisación, ahora con una estación de radio –o lo que sonó como una estación de radio– como base rítmica de sus esculturas ruidosas.
Y así Fred Frith, enmarcado en el XXIII Festival de México en el Centro Histórico, una vez más se hizo cargo de sus universos imprevisibles, y nosotros nos hicimos cargo de de controlarnos para no amarrarlo a un poste para que siguiera tocando durante horas.
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