Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de mayo de 2007 Num: 638

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Un Hegel explicado
a los niños

Orlando, una novela
del andrógino

SERGIO FERNÁNDEZ

Martin Heidegger, el hombre
ÁNGEL XOLOCOTZI YÁÑEZ Entrevista con HERMANNN HEIDEGGER

El ser y el tiempo de Heidegger
ÁNGEL XOLOCOTZI YÁÑEZ

María Callas: divina voz
ALEJANDRO MICHELENA

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGUELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cabezalcubo
JORGE MOCH

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GERMAINE GÓMEZ HARO

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Ana García Bergua

De voyeurismos

Es verdad que antes, al pasar cerca de una ventana abierta, de la puerta entrecerrada de una casa, uno se asomaba un poco, con cierto cinismo bien disfrazado de vergüenza, a ver qué lograba atisbar del interior: algún jardín encantado en medio del asfalto gris, un departamento agobiado de figuritas de porcelana coronadas por french poodle sin peinar, una habitación en la que, a juzgar por las actitudes y las posturas de las personas que se encontraran ahí, algo ocurría fuera de lo previsible: una riña, una revelación, una escena cotidiana pero representativa, algo interesante a lo que no nos hubiéramos negado a prestar la mirada o los oídos en caso de que nos lo quisieran contar. Mi hermana y yo, por ejemplo, teníamos por vecinos a una familia que, los domingos, se reunía a comer tamales, jugar dominó y escuchar La hora nacional; seguido comentábamos, a mitad del mar de suplementos con que intentábamos sortear el mar de la melancolía dominical, cómo nos hubiera gustado ir a comer tamales a esa casa y vivir una escena de película mexicana, con Sara García en el papel de abuelita siniestra y Evita Muñoz Chachita en el de jovencita con delantal y charola. A los novelistas nos hubiera encantado que nos dejaran, incluso, pasar a esas casas desconocidas y dejarnos ver desde un rincón qué estaba sucediendo, de manera exhaustiva, qué historia había en ellas, sin molestar mucho, a excepción de una que otra pregunta sólo para enterarnos bien, para completar el cuadro. Todo, diríamos, con el loable fin de representar a la naturaleza humana incluso en sus momentos más insignificantes y chejovianos.

Es verdad que, de las pocas veces en que teníamos esa suerte, lo que seguía representaba una desilusión: nuestra fantasía concebía la cosa mucho más interesante de lo que en realidad era. Y en la mayor parte de ellas nos hubieran dicho: vaya usted a aquel lugar que ya sabe a estudiarse su propia naturaleza humana, si no es que algo peor. Sólo los locos hubieran acudido a un novelista a pedirle que escribiera su propia vida; arriesgarían a que les dijera: muy bien, pero el mejor final para lo que me está contando es que se lance usted de una torre de la embajada Rusa, o que le pongamos a su mamá una espantosa verruga que la convertirá en un personaje inquietante. Por eso la gente, mejor, iría con los psicólogos, que aparentemente trataban de mejorar las tramas de la vida y darles final feliz. Pero regresando al tema, el voyeurismo tenía cierto sentido, además del novelesco: la oscuridad del cine, los descubrimientos azarosos y solitarios de escenas que después se podían narrar como una evocación del día en que alguien descubría que su abuelita guardaba el dinero en el zacate o que un hombre público se pintaba el pelo de azul.

Yo cuento todo esto en pasado porque ya no es así, ya todo el mundo quiere que lo vean, ya uno ve todo y todos los finales son posibles. Se practica el voyeurismo en masa cuando se pone de moda un video de U-tube en el que se ve a un adolescente haciendo cualquier tontería, a la actriz del momento cometiendo un desliz con su amante o cuando se expone a los políticos robando. Es curioso, no digo que sea malo porque simplemente así es, pero es verdad que las cosas pierden cierto chiste, tanta vigilancia acaba por cansar, y hay ya tantas presas representando el momento en que las atrapa el cazador, que el asunto pierde cierto sentido. Incluso a veces tengo la impresión de que la gente deja la ventana abierta con la intención de hacer un espontáneo reality show, no vaya a ser que el paseante lleve prendido el celular y desee realizar, ahí mismo, un pequeño video que tal vez visiten millones: mi vecina quitándose el brassière por la ventana. En realidad, se terminaron los voyeurismos, el encanto de asomarse, de estar viendo algo mientras a uno no lo ven. Ahora en internet se ve, literalmente, todo. Da la impresión de que uno vive asomado a unas ventanas, e incluso me parece estar espiando este texto que escribo por la pantalla de la pequeña computadora, como si me estuviera mostrando a mí misma, exponiendo las debilidades de mi redacción, las erratas, las palabras mal dichas; quizá por eso huimos ya a la ficción, será ése el único lugar donde no nos vean. Y los novelistas ya no querremos saber de la vida de nadie. En fin, supongo que así es la cosa y no deja de ser desconcertante, pero así es. Sólo espero que, como Edipo, no nos acabemos arrancando los ojos.