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Desprendimiento del casete
Ya se nos va el casete. Pobrecito. Con todo y sus dos pequeñas ruecas magnetizadas, con todo y sus dos caras análogas. Se va para no volver, dicen los que saben. No importa lo que nos haya dado. Lo que importa es lo que ya no puede darnos. No puede almacenar fotos ni videos, no puede guardar documentos con historias, poemas, novelas ni trabajos de la escuela. No sabe lo que es un disco duro. Se nos va porque sólo entiende de música y de voces, el casete, y lo hace grabando como puede, en su delicado listón, lejos de los unos y los ceros digitales.
Última fuente de reproducción con polea, no importa que su afán prevalezca en las carreteras de todo México, en los estanquillos al paso de cada caseta (fiel novia del casete), para seguir su marcha esclavizada a los calores del tablero en un trailer que cabecea por la montaña de Jalisco o Veracruz. No importa que en los mercados y plazas de Latinoamérica o África queden aún toneladas de caseteras por venderse, ni que miles de automóviles perseveren en su fidelidad por tocar nuevas cintas. Lo que importa, dicen los que saben, es que vender casetes ya no es negocio. Currys, la cadena más grande de electrodomésticos de Inglaterra, ha sido la primera en anunciar la venta de todo su stock de cintas vírgenes para ya nunca volver a ellas. Eso dijeron sus voceros, hace apenas dos semanas, asestando el primer gran golpe al casete. Pobre.
Frasco maravilloso para vaciar al cansado y rayado lp, su padre Philips aceptó universalizarlo tras un tiempo de regocijo (1960). Luego nació el casete pregrabado (63) y, luminosamente, el equivalente al ipod en los años ochenta: el Walkman de Sony. Entonces se pudo andar por la calle gozando aisladamente la burbuja de nuestras preferencias sónicas. Los audífonos se convertían en una barrera que daba la posibilidad de seguir "en casa" mientras alguien se aburría de ver nuestro ritmo en el metro o el camión.
El casete, además, permitía la propia recolección de frutas caídas a la sombra de distintos árboles. Aquí una rola de los Beatles, luego una de Bach seguida por una de Pastorius, luego un poema en voz de Sabines y, para terminar el lado a, "Long Distance", de Yes. Al otro lado podían entonces ir las ochenteras de Duran Duran, Tears For Fears y A-Ha, pero con interrupciones necesarias de Pink Floyd, Zeppelin y Hendrix. Incluso se podían colar algunas del "rock en tu idioma" y, por qué no, de aquel amigo que tocaba covers en el bar del aeropuerto.
Así las cosas, llegando los 120 minutos, el casete era el primer cuchillo que cercenaba al acetato, pues ya no era obligatorio escucharlo completo ni atinarle con pulso distraído al espacio milimétrico entre canciones. No. Ese resistente y atornillado rectángulo aguantaría nuestros descuidos, sería fiel si rompíamos las pequeñas lajas de su memoria y hasta seguiría aceptando nuevas capas con la ayuda de diurex o bolitas de papel. ¡Pobre del casete! Se nos va, dicen los que saben, dentro de unos dieciocho meses. Ya nadie los compra. ¿Hace cuánto tiempo tuvimos el último entre los dedos, ahora torpes al manipularlo? Con él desaparecerá esa parte nuestra que se niega a entender que los cds, reproductores de mp3, tarjetas usb, dvds y demás continentes con demoníacas siglas, son las únicas botellas que conservarán el glisando del chelo, aquella batería hiperquinética, el susurro del clarinete, el chillido de la guitarra. Pero no olvidemos esto: según dicen otros –los que sabían y ahora ya no saben, no sabemos por qué dejaron de saber–, dicen ellos y les creemos, que los sonidos análogos son mejores por su cualidad orgánica, por la distorsión que naturalmente producen, por los armónicos que dan a luz sin que la simulación de la tecnología engañe a nuestro oído.
Pero bueno, es irremediable que desaparezca el casete. Y está bien. Sus ventas no llegan ni al tres por ciento de la industria, dicen los que saben. No cumplirá ni los cincuenta años de vida. El dueño de Microsoft, Bill Gates –y según algunos dicen él sabe lo que dice–, este sonriente señor, asegura que en el futuro se podrá escuchar música sin necesidad de almacenarla, pues estará guardada en Internet. Lástima, era lindo encontrarte con tus casetes y con tus discos mientras limpiabas. Era lindo que fueran un pretexto para la conversación con los amigos o que a partir de éstas recordaras lo que duerme a unos metros de distancia. Sí. Eran lindos los casetes, ahí sin cajas y regados por los cajones con los pequeños recordatorios manuscritos del que fuimos. Adiós casete, adiós.
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