La frase: “vivir para no pecar es morir y pecar”, dicha en una entrevista por Bibi Andersson, la celebre actriz sueca de las películas de I. Bergman, estremeció a toda una generación allá por los años 60. Sin saberlo, define el mecanismo clave de la terapia aplicada por el cristianismo durante siglos. El problema no es pecar, sino no ser perdonado. Y esto se logra aceptando la falta y comprometiéndose a no repetirla ante un ser omnipotente, ante una entidad superior (Dios), lo cual se logra mediante la confesión. Se trata de reconocer que, por imperfectos, “todos somos pecadores por definición”. Los pecados son parte normal de la existencia. Se peca cuando se cae en tentación. La tentación la provocan los demonios y los demonios son la “fuerza de la vida”, la parte animal del ser humano, o el vigoroso torrente de la naturaleza. Pecar y ser perdonado es el gradual proceso de perfeccionamiento por ensayo y error. Porque, además, la falta de perdón paraliza al pecador por el sentimiento de culpa. El que no peca no avanza. Sólo el humilde acepta sus pecados e implora perdón. Sólo se salva el que pide perdón y perdona, el que siente compasión por sí mismo y por los otros. Pedir perdón es, entonces, el acto supremo de la humildad y la compasión y la vía para el perfeccionamiento. He aquí que los seres modernos, soberbios, prepotentes, individualistas, materialistas y hedonistas que ha engendrado la civilización industrial, capitalista, tecnocrática y patriarcal, están impedidos de entrar a este mecanismo virtuoso. Poseídos por el demonio, se encuentran atrapados en la jaula de sus propias contradicciones. Esto explica en buena medida su crisis existencial.
Esta larga perorata fue necesaria para plantearnos lo que sucede cuando pasamos de los individuos al conjunto de la humanidad o de la especie humana. La modernidad no sólo ha convertido al mundo en un gigantesco casino, sino en el mayor carnaval de pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza) de toda la historia, lo cual ha llevado a la humanidad a una crisis global con su entorno planetario que amenaza su propia existencia. ¿Es que hay un pecado colectivo por encima de esos siete? La respuesta es afirmativa, y es aquí donde entra en escena la ciencia. Para entender el desbalance que la humanidad ha causado al clima del planeta se necesitan comprender las contribuciones de cientos de científicos en las últimas décadas. Se trata de la paleoclimatología, que estudia las características climáticas de la Tierra en su historia. La paleoclimatología emplea multiplicidad de técnicas para deducir los climas del pasado: los registros fósiles, las acumulaciones de sedimentos en los lechos marinos, las burbujas de aire capturadas en los glaciares, las marcas erosivas en las rocas y las marcas de crecimiento de los árboles y de los anillos de corales. Con estos indicadores se llega a un panorama de lo ocurrido en las diferentes épocas.
Si bien existe un registro del clima desde hace 500 millones de años, los datos más confiables se dan para los últimos ¡800 mil!, que es al final de cuentas lo que más interesa, pues el Homo sapiens existe desde hace 300 mil. Durante los últimos 420 mil años se dieron cuatro periodos glaciales (temperaturas bajas) y cinco periodos interglaciales (temperaturas altas), incluyendo el actual en la que se hemos podido disfrutar de un clima benigno por al menos 11 mil años. En ese periodo la cantidad de bióxido de carbono (CO2) en la atmósfera osciló con regularidad entre 180 y 300 partes por millón (ppm) hasta 1950. A partir de esa fecha el CO2 ha aumentado cada año hasta llegar a las alarmantes 410 ppm en 2018, y este solo factor es lo que ha causado la crisis global del clima: inundaciones, huracanes, ciclones y tifones, temperaturas extremas, sequías, incendios forestales, derretimiento de glaciares, reducción de los cascos polares y afectaciones severas a la flora y fauna del mundo. Este es “el pecado capital de la especie humana”, que, como todo lo indica, llevará al colapso global en unas cuantas décadas.
Retomando lo visto en la primera parte, la humanidad por entero debe aceptar su pecado para buscar remontarlo mediante mecanismos que detengan el desbalance que, como hemos visto en ensayos anteriores, son resultado de la civilización industrial, el uso del petróleo y los otros combustibles fósiles, y un modelo basado en el capitalismo y la tecnociencia. Pero, como lo mostró con elegancia la película No miren arriba (Netflix), ¿cómo evitar el camino al desastre con los seres soberbios que hoy dirigen al mundo? ¿Cómo lograrlo con individuos dedicados a buscar el poder político y/o económico? El reconocimiento de la Madre Naturaleza, una visión heredada de los pueblos indígenas, que gana ascenso entre los ciudadanos del mundo parece ser la ruta que mueve a la acción y que alimenta la esperanza.