La propuesta que hace poco hizo la Secretaría de Educación Pública de enraizar la educación nacional en la realidad de las comunidades y regiones no puede dejar de incorporar como parte importante de la agenda escolar la ola de violencia que afecta sobre todo a niñas y niños, a los y las jóvenes y a sus comunidades. Sus muertes y desapariciones hieren profundamente y, peor aún, se repiten una y otra vez siguiendo ya un patrón, incluso normalizado. Son una tragedia que no se va y que deja sin sentido los lazos profundos construidos a lo largo de años. Deja huecos también en la escuela o universidad donde las víctimas tejían cotidianamente sus vidas.
La educación no puede seguir actuando con un enfoque que es indiferente a la realidad en general y a una de las épocas más violentas en la historia del país. Es hora ya de abandonar la idea y la práctica de seguir educándonos –maestros y estudiantes– como si viviéramos en el mundo de fantasía que crea el enfoque neoliberal, una realidad mítica donde la prioridad es alcanzar una aristocrática excelencia, llegar a ser “de los mejores” y, además, triunfadores altamente competitivos. Esta concepción es absurda frente a la pobreza y la desventaja social que tienen la mayoría de las y los niños y jóvenes, que da lugar a una atmósfera escolar individualista que despersonaliza (vales sólo en tanto eficiente), enfatiza la competencia, plantea como objetivo prioritario el aprendizaje (no la formación de personas y colectivos) y con eso hace a un lado el valor y el ejercicio de las prácticas comunitarias. Para muchos, la única tabla de resistencia.
Como alternativa, desde el seno de escuelas e instituciones, estudiantes y maestros aquí y allá siguen insistiendo en el derecho a participar en la definición de los planes y programas de estudio, en la necesidad de reflexionar sobre el contexto en que se estudia y se ejercen oficios y profesiones en México y sobre qué cambios, en consecuencia, deben hacerse al enfoque de los estudios y de las profesiones. Sobre todo, lo más importante, cómo desmontar mitos tan absurdos como que nuestro país debe tener como prioridad la excelencia, y cómo aprender desde la escuela y la universidad a participar, a construir escenarios alternativos y definir rumbos para la localidad y la región donde se vive. Reconocer el concreto en que vivimos tal vez no cambie el estudio de disciplinas como la física, pero sí podría transformar radicalmente la formación de las y los físicos como ciudadanos activos en la institución y luego en la sociedad. Tener en cuenta la realidad permite también que la comunidad de la escuela o institución superior reflexione sobre un problema concreto como los orígenes de la violencia, su desarrollo histórico, los factores que la han alentado. Del conocimiento profundo de una realidad se pueden derivar cambios en la percepción que dan lugar a planteamientos más eficaces, utilizados en otras épocas o lugares. Además, son colectivos que pueden influir decisivamente en el rumbo de la educación y el gobierno a nivel regional y nacional. Todo esto permite –en este y otros temas– salirse del ritual oficial para el tratamiento de los hechos violentos: promesas de justicia, sentidas condolencias y pésimo (y sospechoso) manejo de las investigaciones. Cuando en el 68 la violencia del Estado tocó directa y arteramente a la universidad y a los estudiantes universitarios, fueron miles quienes, con el rector Barros Sierra a la cabeza, se defendieron y sentaron un importante precedente. Igual hicieron los y las politécnicas y lo mismo innumerables maestros y estudiantes, respondiendo a la agresión desde el Estado a lo largo de estos últimos 100 años. Pero nunca como ahora –salvo por las movilizaciones feministas y las protestas de la CNTE_ las escuelas y universidades han estado tan silenciosas y al mismo tiempo tan vulnerables.
La falta de participación en la defensa de la vida no se debe sólo al enfoque educativo actual. Tiene que ver, además, con el hecho de que al Estado históricamente le ha incomodado la autonomía o la mínima independencia de las escuelas o instituciones superiores. En el caso de las autónomas, por ejemplo, la participación real y significativa de los estudiantes en la conducción de su escuela o universidad ha sido acotada y reducida al silencio, a pesar de que también históricamente han mostrado una enorme fuerza interna y una determinación capaz de salvar vidas. Cuando una comunidad estudiantil reacciona fuerte y de inmediato, el Estado atiende. Sin embargo, en las escasas instituciones donde existen, los consejos universitarios sólo destinan un tercio de los escaños a los estudiantes (el resto a funcionarios y académicos). Y con eso se calla una voz poderosa, se apaga una esperanza y más seguirán muriendo solas.
* UAM-X